martes, 10 de noviembre de 2009

Los jodidos

Por Tomás Barceló
En un barrio periférico en plena formación de Córdoba, la aldea –ya tiene nombre: Nueva Urca se llama-, regias casas en construcción, separadas unas de otras con esa distancia que exigen quienes serán sus adinerados dueños (amplios espacios para las infaltables piletas, los quinchos, el verde pastito, el asador), en una maniobra imprudente terminé estrellando el auto contra un poste. No es nada extraño. Soy un aprendiz de chofer. No frené cuando debí hacerlo, en cambio pisé el acelerador hasta el fondo. Mi mujer gritó. Terminó reventando el parabrisas con la cabeza. Salimos inmediatamente del auto. Ella lloraba. Su celular apenas tenía carga. En algún momento logró comunicarse con la grúa del seguro. Teníamos dos o tres horas de espera por delante. Un lugar apartado. Ahí, ante nuestros ojos, nuestro autito parecía una garrapata blanca aplastada contra el poste. Definitivamente apagada, muerta. Debajo de sus ruedas delanteras, una de ellas convertida en una enorme galleta deformada, crecía la mancha aceitosa de su sangre que brotaba de su vientre.
Mi mujer lloraba. En algún momento dejó de hacerlo y se sentó contrita en la tierra, con el rostro entre las manos. En ocasiones iba hasta ella, la abrazaba, la apretaba contra mi pecho. Después caminaba de un lado a otro, me alejaba unos metros de allí, mirando siempre hacia la lejanía mientras intentaba refugiarme en el verde de los árboles distantes.
Pasaban autos frente a nosotros, obligados a hacer un pequeño desvío porque nuestra pequeña garrapata herida había quedado cruzada en medio de la calle. En su mayoría eran autos muy lujosos. Una señora septuagenaria, teñida de rubio, rostro huesudo, fumaba un cigarrillo con el brazo apoyado en la ventanilla mientras dirigía la mirada altanera hacia delante. Durante nuestro tiempo de espera pasaron diez o doce autos más. Uno de ellos llevaba un falderillo, un poodle negro que era todo un encanto. Tenía medio cuerpo fuera del auto. El perrito nos miró y tuve la sensación, por demás loca, de que el animalejo tenía conciencia de nuestra pequeña desgracia. Pero fiel a su clase, desvió la vista. Y se perdió en la esquina con sus dueños y su auto de vidrios oscuros. Algunos al pasar miraban, después seguían indiferentes. Otros avanzaban sin siquiera mirar. Un sábado al mediodía, con un cielo tan limpio, no es para estar jodiéndose la vida con la desgracia del otro. Pero, oh milagro, en algún momento se detuvo una camioneta. Su conductor era un hombre de unos cincuenta años. Lo acompañaba un joven. Debía ser su hijo. El hombre nos preguntó qué nos sucedía. ¿Se encuentra bien? Intenté explicarle. Nos brindó ayuda. Preguntó qué podía hacer por nosotros. Le di las gracias. Ya vendrá la grúa, le respondí. Eran bolivianos. El hombre insistió. No, gracias, les dije, muchas gracias, amigo, se lo agradezco. ¿Seguro están bien? Si, no se hagan problema. Al rato otro auto. Iba repleto. Una familia argentina. El padre al volante, la mujer al lado. Unos chicos en el asiento trasero. Desde la distancia en que me encontraba, vi que le hablaban a mi mujer. Después siguieron su camino. Al pasar frente a mí el hombre me dedicó una sonrisa pequeña, que yo interpreté algo así como que no me preocupara, que todo estaría bien.
Después mi pecho se distendió. Vi la pequeña figura de mi mujer levantarse con energía del suelo. No todo estaba tan jodido en el mundo.
Domingo 8 de noviembre de 2009

1 comentario:

domizzi dijo...

Hermano, me gustaría conocer los efectos ulteriores del hecho q narrás y saber q estás bien... estuve fuera unos días, vendiendo boomerangs en el cogollo de la pampa sojera, en una feria de días... Carajo, me gustaría creer q las palabras de tu texto responden a tu buen ejercicio de la ficción... pero me temo q no. En fin, avisa si en algo t puedo ayudar. Te hablo apenas pueda. Abrazo.

H. T.

pd: si tu carro no está definitivamente averiado, te enseño a manejar, es un saber interesante... Y necesario