viernes, 19 de junio de 2009

La Tierra no es redonda


Cierta vez, viajando desde Córdoba hacia Bariloche en agosto del 2002, contemplé extasiado, a través de la ventanilla del ómnibus, la pampa. No miraba hacia ningún sitio específico. Es imposible hacerlo. Si acaso, algunas vacas pastando por allá o repentinamente un árbol, tan sólo un árbol -que es como decir casi nada-, me distraían momentáneamente del hipnotismo de semejante desmesura plana. Si andas y andas y andas, qué encuentras del otro lado: otro horizonte detrás del cual nada hay que no sea otro horizonte adonde se arriba, andando, a otras planicies como las dejadas atrás. No hay principio ni fin. Nunca llegas a ningún horizonte.
Me dije entonces: Es imposible, la Tierra no es redonda.

Tomás Barceló Cuesta

19 de junio de 2009

2:32 de la madrugada

martes, 16 de junio de 2009

Momias vivientes (I)




Retrato de Nacha Guevara

Alguna vez asistí a un teatro de La Habana para disfrutar de un concierto de la ya entonces mítica Nacha Guevara. Ojerosa. Despeinada. Flacucha. Pómulos pronunciados. Parecía diluirse en las tonalidades quebradizas de su voz de mezzosoprano. Había algo en ella que la hacía apetecible. Tal vez su magro cuerpo de hippie arrabalera. ¿O eran acaso sus inmensos ojos que parecían contener su Buenos Aires lejano; ése Buenos Aires tan caro siempre para los cubanos? Los cubanos de entonces adoraban a la Nacha de noche, entre ellos yo. Y a pesar de la impresión que se tenía de su endeble cuerpo, como si fuera incapaz de resistir un fuerte abrazo sin quebrarse, más de uno hubiera querido poseerla. Yo entre ellos.
Pasó el tiempo y su nombre se perdió. ¿Dónde estaría Nacha Guevara? Su nombre y su figura hechos como de humo –que conservábamos desde los recuerdos-, nos llegaban a través de los ecos que daban cuenta de sus triunfos artísticos. Nada más.
Ahora, hela aquí. Creía ingenuamente que hoy fuera una de esas mujercitas bordeando la ancianidad, que llegan al final de sus vidas arrastrando a duras penas su carga de huesos desarmados. Una actriz gloriosa, sin duda, pero dispuesta para el retiro. Una abuelita flaca amando a sus nietos, contándoles anécdotas de su vivir festivo en el mundo del teatro y el canto.
Es otra mujer. Es cierto que su piel conserva la misma blancura, y esa extraña textura floral. Pero es otra Nacha. El botox y el bisturí han hecho buena obra. La silicona le ha permitido tener unos labios más gruesos, más besables; sus pómulos no son tan prominentes. Tiene ya 69 años. Acaba de interpretar en el teatro, con éxito y durante un largo tiempo, a Eva Perón. Y Eva perón, al morir, tan sólo contaba 33 años. Nacha Guevara, a punto de traspasar los umbrales de los setenta, a duras penas aparenta 40.
Está ahí, respondiendo con mesura e inteligencia, las preguntas que le hace el conductor del programa televisivo. Lleva puesto un vestido sencillo. Sus piernas de gacela cruzadas. El timbre de su voz parece ajustado a la edad que representa y no a la que realmente tiene. Una voz que brota de la caja de resonancia de un cuerpo deseable. Pero con el valor agregado de la sabiduría de una septuagenaria.
El lifting, el botox, y la silicona, más una dieta prolongada de vegetales y la mano diestra del cirujano plástico, armaron a esos huesos -que antaño contenían a otra Nacha Guevara-, con lo necesario para convertirlos en una mujer definitivamente hermosa. Ésta Nacha, además de joven, es bellísima. Hay que admitirlo.
Rastreé y encontré, en los indiscretos archivos de Internet, algunas fotos de la otra Nacha Guevara, la del exilio. Aquella Nacha que por primera vez descubrí en un teatro habanero, diluyéndose en las modulaciones de su voz. Quería comparar. Admito que me equivoqué: aquella Nacha de pómulos sobresalientes, de dientes algo grandes, de labios menos carnosos, de ojeras profundas (ojos sumidos en una especie de insomnio doliente), ya no existe. Y es una pena: su cuerpo era un fino tallo plantado en medio del escenario, y en su cima, rematando la armonía vegetal, la flor de su rostro con los pistilos de sus cabellos desordenados. Rara flor que terminó desapareciendo para que de sus restos surgiera esta otra mujer, una de las tantas más o menos bellas -muy parecidas-, que existen en el mundo, confecionadas en las salas de artesanía de la cirujía plástica.
Tomás Barceló Cuesta
Córdoba – 15 de junio del 2009

miércoles, 10 de junio de 2009

Orine al aire libre

Es un placer profundo orinar en la tierra. Dejar caer el chorro y observar cómo, además del ruidito que hace, se forma la espuma y se mezcla con el polvo para, acto seguido, ver aparecer el pequeño círculo de humedad, como un aporte de nuestros riñones a la irrigación del suelo. Es una auténtica manera de sentir que uno sigue perteneciendo al mundo animal. Que uno es, a fin de cuentas, un animal. Es otra cosa: una pequeña licencia que nos permitimos de integración con la naturaleza, contrario a tener que orinar en el inodoro y después halar la cadena. Ocultos tras las opresivas paredes del baño. Orinar a cielo abierto es un pequeño acto de libertad.
Azarías, el personaje central de Los santos inocentes, novela del español Miguel Delibes que Mario Camus llevó al cine, realizando una obra de arte de algo que ya lo era en términos literarios, orinaba a campo descubierto. Campesino al fin. Y solía, con frecuencia, orinarse las manos para calentarlas un poco ante la humedad y el frío circundantes. Era un retrasado mental, que cuidaba de una milana como si se tratara de una hija. El único afecto que tenía en el mundo. Su función, por la que no cobraba ni un céntimo, consistía en azorar a las perdices para que el amo del cortijo (los sucesos transcurren en Extremadura) pudiera dispararles mientras alzaban el vuelo. Un día el amo, ante la ausencia de perdices, y no teniendo a qué dispararle, le disparó a la milana de Azarías, y la mató. El retrasado mental termina vengándose. Ante la primera oportunidad, lanza desde la altura de un árbol una cuerda que rodea el cuello del señor. Haló hacía arriba con sus fuertes manos curtidas de orines. Haló duro. Con fuerza. Quienes no han leído el libro, o visto la película, podrán imaginar el final.
Recuerdo ahora Los santos inocentes porque hace apenas un rato oriné en plena vía pública. Específicamente, en la Plaza Jerónimo del Barco. Recién salía de una consulta odontológica. Sentí de prontos deseos de orinar. Atravesaba deprisa la plaza cuando descubro un niño, de unos ochos años, arrimado al tronco de un árbol mientras descargaba su vejiga con la mayor tranquilidad del mundo. Me acerqué. El niño me miró sin inmutarse. Me arrimé y ahí mismo hice lo que él hacía: orinar. Sencillamente eso. Regar el árbol con mis orines. El niño sonrió con cierta complicidad. Se fue. Unos segundos después lo hice yo. Desde un extremo de la plaza vi la figura de un policía avanzar hacia mí. Apresuré el paso. Terminé fugándome, sin mucha prisa, por una de las calles colindantes. Y pensé en esas pequeñas libertades que vamos perdiendo, tal como Azaríaz perdió su milana por el disparo criminal del señor del cortijo. Y, para siempre, la posibilidad de seguir meando sobre la tierra.
Tomás Barceló Cuesta
10-06-2009