jueves, 23 de julio de 2009

Según Microsoft, los cubanos no hablamos ninguna lengua

























Por Tomás Barceló Cuesta.
Fotos del autor
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, asumiendo desde mi PC las instrucciones de Microsoft Word, debo hacerlo seleccionando algunos de los distintos españoles de los que se hablan y escriben en aquellos países hispanohablantes menos en el mío. Y tan sólo -que no es poca cosa-, porque el español que se habla en Cuba no aparece en las herramientas del documento de Word para definir el idioma. Y Cuba –dejando a un lado el chovinismo con el que solemos cargar a veces los cubanos- desde los momentos en que en su historia comenzó a perfilarse como nación, todavía bajo el obcecado colonialismo español, ya, desde aquellos viejos tiempos, comenzó a producir excelente literatura. La literatura es la artesanía de la palabra. Es innecesario que en el breve espacio que me impongo en cada crónica de Ternura y Rabia, aborde esa historia. Bastaría tan sólo armar una pequeña lista de nombres -con inevitables ausencias-, que viene desde aquellos tiempos y llega hasta los actuales: José Martí y Julián del Casal (poetas precursores del Modernismo); Pablo de la Torriente Brau; Nicolás Guillén; Alejo Carpentier (precursor de lo real maravillosos denominado más tarde realismo mágico); las poetas Dulce María Loynaz; Carilda Oliver Labra; Reyna María; los poetas Eliseo Diego; Virgilio Piñera; Lezama Lima (todavía su escritura despierta perplejidades inusitadas): Guillermo Cabrera Infante; Reinaldo Arenas; Jesús Díaz; Senel Paz; Leonardo Padura; Miguel Mejides, López Sacha; y alguien que ha elevado el realismo sucio en las letras hispanas a niveles ni siquiera alcanzados por el propio Charles Bukwoski en el inglés yanqui: Pedro Juan Gutiérrez. Todavía más: la Nueva Trova Cubana iluminó a dos de los más importantes trovadores del Siglo XX: Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.
Pese a ello, Microsoft se empeña en ignorarnos como hablantes. Para Microsoft los cubanos somos mudos, despojados de habla. Pero los cubanos no sólo tenemos una tonada que por su simpática cadencia muchos en el mundo, con sano humor, intentan imitar –e imitan mal, logrando con ello una especie de caricatura verbal- sino que hablamos mucho. De puro conversadores nomás. Es quizás por ello que tenemos al hombre que más discursos ha pronunciado en la historia de la humanidad. Fidel Castro. Fidel, que estando, como está, en las postrimerías de su vida, y no pudiendo ya hablar más en plazas públicas colmadas de gente, como le gusta hacer, ahora escribe sin parar, como si dentro de su cuerpo llevara una máquina de fabricar palabras.
Hay varios elementos que le dan cuerpo a la identidad cubana: sus bailes, sus ritmos, su mestizaje. Su guapería. Su machismo pletórico de palabrería alardosa. Sus sincretismos religiosos. El alarde de su sexualidad desbocada. Todo ello revestido de un hablar florido, lleno de cálidos colores, de extroversión extremista. Uno es como habla. Máxima marxista que nos dice que el lenguaje articulado es la envoltura material del pensamiento. Añadiría yo: es la vestidura del alma. Un hablar abundante en giros idiomáticos y frases que son exclusividades verbales cubanas. En ese sentido, cada país tiene lo suyo, por supuesto. Los argentinos -que a pesar de vivir en el orto del mundo suelen creer con frecuencia que son su ombligo-, le llaman al habla popular, de cualquier país del mundo, lunfardo. Aunque el lunfardo sea tan sólo rioplatense. Pero la extensión de su aplicación a otras regiones hispanohablantes, como aporte no está mal. Porque las lenguas son animales insaciables.
Carlos Paz, minucioso investigador lingüista radicado en Miami desde hace ya unos años, tuvo la gentileza de dedicarme en 1995 su Diccionario Cubano de Términos Vulgares y Populares. Una joya del habla cubana de los años 90, y también de tiempos anteriores. Muchas de las palabras y los giros que ahí aparecen, han quedado en el camino. Era lenguaje volátil, de corta vida. Se sabe: la lengua, ente vivo y dinámico, cambia, muta, crea identidades generacionales, carcelarias, barriales, comunitarias, societarias, nacionales, regionales, y hasta mundiales Pero siempre algo queda de ese lenguaje atrevido, juvenil, fresco y procaz. Y lo que al final queda de esa floresta verbal, pierde su sentido vulgar cuando la sociedad en su conjunto se lo apropia, lo sedimenta y consolida. Se hace, pues, popular. Se integra al alma idiomática de la sociedad. Dante Alighieri, muy criticado en su tiempo por los puristas del latín más rancio, dio buena cuenta de ello.
Pese a todos esos argumentos, Microsoft sigue ignorándonos, ¡cojones! ¿hasta las cuántas? No quisiera pensar que es por el bloqueo yanqui a la isla, con casi cincuenta años de duración. ¿O si? De ser así, es tremenda mariconá.
Mariconá es palabra que bien pudiera encabezar una larga lista de términos y frases cubanos. Quiere decir que es tremenda mierda lo que nos han hecho. Ejemplo de esa posible lista pudieran ser: acere, guagua, chama, ambia, ekobio, cojonú, morronga, timbales (por cojones), resingao, fula, empingao, encabronao, papayúa, flojo de pierna, rufa, jinetera, cumbancha, melao, entimbalao, guarachear, jodedor, oye chico, no me jodas más, te parto la vida, niche (derivado del despectivo nigger yanqui hacia los negros), quei (por el cake yanqui), machango, machazo, galúa (por trompada), vete a la mierda, el coño e tu madre, tremendo jodedor; pura o puro (los padres)…, la cuenta es interminable.
Llegado a éste punto, no nos queda otra que por nuestros verocos seguir hablando y escribiendo como cubanos, a pesar de que el subrayado en rojo en nuestro documento de Word nos indique la incorrección, sencillamente porque los comemierdas de Microsoft nos siguen ignorando.
Es un problema suyo, no nuestro.

lunes, 20 de julio de 2009

El niño, los perros y el sexo en Argentina


(Zoom 2)
Por Tomás Barceló Cuesta
Foto del autor titulada Irreverencia (ganadora del primer premio en la Bienal Internacional del Humor de San Antonio de Los Baños, Cuba).
Anda por ahí una perra en celo. El fuerte olor que despide su vagina y todas sus hormonas, se expande en un radio de acción que la nariz humana no percibe, pero que el olfato canino –uno de los más finos de todos los seres que pueblan la tierra-, es capaz de sentir desde la lejanía. Acuden algunos perros. La cortejan. Hay ejemplares de todos los tamaños. Son callejeros, sin dueños, libres. Compiten entre ellos para ver cuál es el que puede enganchar a la coqueta. Casualmente en esos momentos pasa por ahí un niño de unos diez años. Sostiene una cadena en cuyo extremo hay un perro de mediano tamaño. Es uno de esos perros sin raza definida. Un mestizo, tal como lo define la veterinaria. Limpio. Bien cuidadito. De un tirón se desprende de su dueño. Llega corriendo hasta la perra, logra burlar a los otros y, después de dos o tres intentos, la penetra. Suerte, le tocó. Los otros canes se alejan frustrados. Perro y perra gozan durante un tiempito. Dos o tres minutos tal vez. El niño los observa perplejo, sin saber a ciencia cierta qué sucede. La parejita termina. Quedan trabados, cada uno mirando en direcciones opuestas. Es algo normal cuando los perros terminan de coger. Se conoce la razón: el pito del animal se hincha hasta el punto de no poderlo sacar por lo estrecho que resulta el orificio de la perra, pero pasado un tiempo, una vez terminado el goteo eyaculador del animal, el pito se deshincha y logran destrabarse. Es algo específico de la sexualidad de los perros. Después cada cual toma por su rumbo. Pero el niño no lo sabe. El niño cree que algo terrible está sucediéndole a su mascota.
Ocurrió hace unos meses atrás, en la hora de la siesta, en la ciudad de Córdoba, en Argentina, justo en la esquina de la calle Colón y Esperanto. Descubrí al niño llorando a moco tendido mientras alguna gente pasaba por allí indiferente. Le pregunté. Me señaló a los animales. Me dijo que no sabía qué hacer, ni lo que iba a decir en su casa. Lo castigarían, me dijo. Lo peor de todo era que no podía llevarse a su perro de allí porque estaba trabado con esa perra. ¿Por qué estaban trabados, qué estaba sucediendo? No entendía. Era algo muy raro, algo que no había visto antes. ¿Se morirán, señor?, me preguntó lastimosamente.
Me tomé unos minutos para intentar explicarle. Quería calmarlo. Pero él parecía no escucharme. Insistí. Traté de hacerle entender que lo que habían acabado de hacer los perros, era el amor. ¿El amor? Bueno: lo que solemos llamar “hacer el amor”. Eso no se lo dije. No entré en esos detalles conceptuales en donde el acto de coger, en su sentido más puro, puede tener algunas ligeras diferencias con “hacer el amor”. Sólo quería hacerle saber que lo que hicieron la perra y el perro solemos hacerlo todos. Algo normal. Pero, por la expresión de su rostro, me di cuenta de que estaba metiéndome en un terreno movedizo. Lo entreví en su mirada. Finalmente le dije resuelto: Tu perro tiene un pito como lo tienes tú. Se lo metió en la vagina a la perra porque ambos lo deseaban. Dentro de un rato podrás llevártelo a la casa sin problemas. Diles a tus padres que te expliquen. Cuando seas más grande y te toque tu turno, entenderás.
Y me fui de allí sin sentimiento de culpa alguno. A fin de cuentas, no soy responsable de que en más del 90% de los hogares argentinos, los padres no hablen lisa y llanamente sobre sexo con sus hijos. Y muchos menos de que en las escuelas no se implemente debidamente la educación sexual. De lo contrario, un niño no tendría que sufrir cuando su perro goza.


viernes, 17 de julio de 2009

Una pastillita, la eyaculación y el Tao del amor.


Por Tomás Barceló
(Zoom 1)
Basta, si es que no quiere eyacular en esos momentos, porque considera que es muy rápido y desea prolongar el placer suyo y el de su amante –ella debajo de usted, o usted debajo de ella, o en cualquiera de las infinitas posiciones que puedan concebirse para hacer el amor- basta, repito, con sacarla en esos momentos y presionar, no muy fuerte, con los dedos índice y pulgar en la parte posterior del glande, para que el deseo de venirse disminuya, no así su erección. Es una sencilla técnica milenaria. Una técnica oriental. China. Recomendada en esa acabada enciclopedia erótica que es el Tao del amor. Los chinos –y los orientales en general- que han disfrutado a través de los siglos de un sexo sin prejuicios, libre y feliz, sin iglesias ni Papas diciéndoles constantemente cómo han de hacerse las cosas para no pecar y así conquistar la vida eterna en el reino de Dios, sostienen el criterio de que el más profundo placer que pueda sentirse mientras se hace el amor, descansa en el objetivo conciente del hombre –del macho, perdónenme las feministas, pero intento, en lo posible, de ser objetivamente científico- en procurarle a la mujer –a la hembra, perdón de nuevo- el más prolongado y mayor goce posible. Y para ello se necesita un riguroso control de la eyaculación. La técnica manual antes sugerida, es una entre tantas. La eyaculación, sostienen los taoístas, es la espina dorsal sobre la cual descansa el Tao. No hay que eyacular. O eyacular lo menos posible. Hacer mucho el amor, sí. Pero eyacular poco. Si acaso, cinco o seis veces al año. Mientras menos se eyacule, mejor. Es saludable, además, para preservarnos de la vejez, porque nos desgasta menos. Agregaría yo que nos preserva de la muerte que le sigue a la eyaculación para tener que recurrir después a una obligada resurrección. Porque no es lo mismo morir y resucitar después, a sencillamente descansar para más tarde levantarse y proseguir la batalla. Esto último esencia taoísta.
Pienso en ello mientras veo a la conductora de un programa televisivo español anunciando las nuevas buenas: una pastillita. Se vende en un conjunto de tres comprimidos cada vez. Cada uno cuesta 15 euros. En total, 45 euros. Sus virtudes: lograr que los eyaculadores precoces puedan retardar su eyaculación durante un tiempo lo suficientemente prolongado que les asegure, tanto a ellos como a sus compañeras de cama, un disfrute más o menos pleno. Hay que tomarla tres horas antes para que surta efecto. Cero alcohol, porque éste potencia los efectos depresores de aquella. Eso, más la preocupación de tener que tomar la pastilla, son inconvenientes que pueden pasarse por alto. Su venta es por receta médica y su compra no la cubre la obra social. No faltaba más. Cada cual que se haga cargo, y pague, su gozadera. Es de esperar que muy pronto se propague por el mundo. Tal como sucedió con la Viagra. Sobre todo por Occidente, tan propenso a dejar que las pastillas asuman la solución de sus problemas. Occidente vive empastillado: pastillas para dormir, pastillas para no dormir. Cápsulas de todos los tamaños y colores que contienen la paz, el sosiego, la tranquilidad, el aliento, el equilibrio de Occidente. Para asegurar una sexualidad adecuada. Pastillas recomendadas no por los médicos, sino por la televisión –ante la cual los propios médicos sucumben-, para curar o aliviar los resfríos, los malestares estomacales, el reuma, la migraña, los dolores musculares, el cansancio. Pastillas y más pastillas que, finalmente, nos han hecho olvidar que es posible vivir sin ellas.
La pastillita de marras, en honor al milenario arte chino del control riguroso de la sexualidad, debería llamarse TAO. Eso la haría más comercial. Pero no. Su extraño nombre es PRILIGY.
Dejando el comprimido a un lado, me asalta una duda: Si los chinos, Tao mediante, han logrado ya no sólo controlar su eyaculación, sino, y gracias a ello, eyacular lo menos posible, ¿por qué son tantos? Y tantos son, que son más que otros en el mundo.
Alguien dirá: cosas de chinos. Y así es.

martes, 7 de julio de 2009

Van Troi, MacManara y una plaza para amar en La Habana.

Por Tomás Barceló
En la calle Manglar, a escasos metros de la Avenida Infanta, en la ciudad de La Habana, hay un pequeño parque bautizado a finales de los años 60’ con el nombre de Nguyen Van Troi. Sobre un pequeño promontorio una estatua, como sembrada ahí a las apuradas, intenta reproducir –con todas las limitaciones que pueda tener el cemento fundido- la figura del joven vietnamita que quiso ajusticiar a Robert MacNamara (No lo logró: fue apresado en el intento, torturado bestialmente, y después fusilado. Cuentan, además, que sus torturadores no pudieron arrancarle una sola confesión).
Van Troi intentó volar un puente por donde debía pasar el entonces Secretario de Defensa norteamericano. MacNamara, por su parte, además de mentir, fue uno de los artífices de la guerra en Vietnam. Desde su fría mentalidad de contador, concebía los bombardeos en términos de contaduría, donde las cifras de los muertos, tanto de un bando como de otro, daban un sentido a las pérdidas o ganancias probables.
Nguyen Van Troi no es ni siquiera una plaza célebre en La Habana. Es una plaza mínima, ideal para que en las noches del largo verano cubano acudan ahí parejas que por la total ausencia de lugares adecuados, sobre sus bancos desvencijados hagan el amor bajo las estrellas. Es algo muy normal. Al menos en Cuba. Sobre todo en La Habana, ciudad de sexualidad desprejuiciada. Ocurre en el Malecón. Sucede, pongamos por caso, detrás de un poste de luz, en alguna calleja mal alumbrada. Detrás de un muro. En algún placer yermo. En la escalera de algún edificio mal iluminado. Debajo de las sombras protectoras de un árbol. No hay posadas. Los hoteles cuestan dólares. Escasean las viviendas. El calor. Humedades. Los represivos prejuicios católicos sobre la sexualidad en Cuba no cuentan para nada.
Con aquellos apagones de los años 90’, el parque Van Troi fue unos de los escenarios de semejantes desmesuras amatorias. De aquellos años, conservo el recuerdo de un crepúsculo. Muy nebuloso todo, porque estaba bajo los efectos de una borrachera alcanzada con pésimo ron. Me quedé dormido en uno de aquellos destartalados bancos. Desperté de madrugada. Mi borrachera había menguado en algo. Lo que me permitió escuchar con nitidez, viniendo de aquí, de allá, de más allá, de mi izquierda, de mi derecha, de delante, de atrás, el trajinar de las parejas. Gemidos. Susurros. Ciertos movimientos. El parque Van Troi estaba sumido en la oscuridad de uno de aquellos apagones de los 90’ que duraban una eternidad.
Me fui de allí dando tumbos.
Robert MaCnamara falleció recientemente. Tenía 93 años. Se murió durmiendo. O se durmió muriendo. Para el caso es lo mismo. Estuvo en La Habana un par de veces. La última fue en el 2002. Viajó a la isla para analizar en diálogo fraterno con Fidel Castro, todo lo más posible que pudiera analizarse sobre la llamada Crisis de los Misiles de 1962, cuando 27 cohetes nucleares, emplazados en territorio cubano, apuntaban al corazón de los Estados Unidos. Iba a ser la hecatombe. Entonces ya MacNamara era el Secretario de Defensa del imperio, cargo para el cual lo convocó Kennedy. Estaba, pues, en el centro de aquel torbellino. Después de tanto tiempo, tantas aguas pasadas bajos los puentes, la revolución envejeció. También Fidel. Ni qué decir Robert MacNamara. Las tormentas se habían aquietado, los odios otro tanto, y la guerra de Vietnam ya era algo lejano, un símbolo de los años 60’, su contienda bélica por excelencia. Durante su estancia en La Habana, alguien debió acompañar al viejo halcón yanqui hasta ese insignificante parquecito habanero, situarlo ante la estatua de Nguyen Van Troi, y decirle que esa escultura era un modesto homenaje rendido al joven vietnamita que intentó matarlo, en defensa de su propio país invadido.
Pero no ocurrió así. Después de todo, no dejaba de ser un detalle insignificante. No estaba incluido en el protocolo para el ilustre visitante. Nguyen Van Troi no tuvo tiempo de realizar grandes proezas. Cuando lo fusilaron, era un hermoso joven que tan sólo tenía 19 años. Dicen que antes de que sus matadores le dispararan, con las manos atadas a las espaldas tuvo tiempo de mirarlos a los rostros y gritarles con coraje: ¡Viva Ho Chi Minh! ¡Abajo los yanquis! Eso ocurrió más de cuarenta años antes de que Robert MacNamara muriera durmiendo –tranquilamente- en la confortable cama de su habitación.