martes, 9 de diciembre de 2008

Ven y mira


Por Tomás Barceló Cuesta

Ni Klaus Kinski, ni Brando, Jack Nicholson, Tom Hanks o Javier Bardem. El mejor actor que he conocido en mi vida me lo tropecé en la calle Belgrano, casi esquina 27 de abril, en la ciudad de Córdoba, Argentina, en los momentos en que hacía una de sus magistrales interpretaciones del dolor. Estaba agachado en la acera, recostado a una pared. Lloraba. Era un llanto sordo, apagado, silencioso. Un llanto sin estridencias y con abundantes lágrimas. Tenía un rostro oscuro, en el que se apreciaba la huella imborrable de la ascendencia aborigen. Un chico que no tendría más allá de diez años. Quizás menos. Resulta difícil calcular la edad en un rostro que sin haber terminado la infancia ya es el rostro de un viejo. Cómo es posible que en tan corto tiempo se envejezca tanto y tan intensamente. Hay que saber interpretar el dolor, interpretarlo con verdadero sufrimiento, sino la actuación, o los efectos que ésta espera lograr en los demás, se va al carajo. En ven y mira, film soviético realizado en 1985, su director Elem Klimov nos narra a través del rostro de un niño, pero sobre todo a través de sus ojos, la masacre que las hordas nazis llevaron a cabo en una aldea bielorrusa durante la II Guerra Mundial. Al final de la historia ese niño no es un niño sino un viejo. Es decir: sigue siendo niño, porque los episodios vividos por él duran apenas horas. Lo que sucede es que hay vivencias que de tan intensamente horrendas, tan bárbaras e inhumanas, por un proceso inexplicable la química del sufrimiento hace que se salte sin pausas de la niñez a la vejez. O se encanezca en apenas unas horas. Tal fue la actuación de Alexei Kravchenko, el actor niño protagonista de Ven y Mira, que cierta estúpida crítica occidental no dudó en comentar que para que el actor niño lograra semejante actuación debió hacerlo bajos los efectos de alguna droga, sino no era posible.
Llorar, y llorar. Es la actuación de este otro niño cordobés. Y cuando alguien se le acerca, éste pequeño actor no es capaz de articular palabra alguna, tal es el dolor que lo atraviesa, que verdaderamente siente. Pero el otro insiste, porque no es posible ver sufrir a un niño de esa manera y no intentar socorrerlo, preguntarle al menos qué le sucede. Eso hice yo. Qué te sucede, le pregunté. Nada, me respondió. Pero insistí. Y él, sin dejar de llorar, quedó callado. Le puse la mano en el hombro. Puedo ayudarte en algo, insistí. Me miró a los ojos. Debió darse cuenta de que conmigo acababa de ganar un admirador más con su actuación. Balbuciendo me contó en pocas palabras que le habían robado diez pesos y que su padre lo mataría a golpes si llegaba a su casa sin el dinero, pues había salido a hacer un encargo. Le tendí un billete de diez pesos. Él negó con la cabeza. Insistí. Siguió negándose. Hasta que agarré una de sus manos sucias y deposité en ella el billete. Me fui de allí, satisfecho y feliz, como puede estarlo uno de esos católicos después de haber realizado una buena acción ante los ojos de Dios, como limpieza perentoria del alma.
Doce días después volví a encontrármelo. En esta ocasión estaba en la esquina de Chacabuco y San Jerónimo. Idéntico a la primera vez. Nada había cambiado en él. Ni siquiera las ropas. La misma pose: agachado con la espalda pegada a la pared. Gimoteando. Llorando. La gente pasaba por su lado sin siquiera mirarlo. Hasta que una señora se detuvo. Debió hablarle. Y él repitió el mismo gesto que tuvo conmigo: negar con la cabeza. La señora abrió un monedero y le dio un billete. Desde la distancia que nos separaba no pude distinguir cuánto dinero era, pero debió ser un billete de diez pesos. O tal vez no: a veces suele introducirse en los libretos ciertos cambios. Esto sin contar con aquellos que surgen al calor de la improvisación del actor. Cuando hubo pasado un tiempo prudencial después de haberse retirado la señora, el niño se levantó, atravesó a la vereda de enfrente y llegó hasta la esquina. Ahí lo esperaba un hombre bajo y regordete. El niño le dio el dinero. Cuando regresaba al mismo lugar, pero cruzando por la esquina, se topó conmigo. Ni siquiera reparó en mí. Me di cuenta de que su rostro ya era una máscara. Una irreparable máscara del sufrimiento para todo el tiempo que le quedaba de vida. Fue y se sentó en el mismo sitio. Comenzó a llorar, a gimotear. Actuando su dolor en el gran escenario de la ciudad que lo rodeaba.
Córdoba, Argentina- 9 de diciembre de 2008

lunes, 8 de diciembre de 2008

Jaque mate


Por Tomás Barceló

Foto del autor


Fueron como dos cigarrillos prendidos que repentinamente me pegaron en la pierna derecha, a la altura del muslo. La gruesa tela del jean no pudo protegerme del impacto: esas dos brasas ardientes quemándome la piel. El autor había sido el cana que con frecuencia se salía del compacto pelotón de policías, avanzaba unos metros, alzaba su fusil a la altura del rostro y, con absoluta tranquilidad, como si cazara pájaros, disparaba. Era un tipo joven, de buen porte, tenía cuerpo de atleta, el rostro oculto tras la careta antimotín, y, al igual que sus compañeros, se cubría el torso con un chaleco antibalas. Con cada disparo, por el cañón de su fusil salía una lluvia de pequeños y duros balines de goma con el único fin de impactar en los cuerpos de los manifestantes. A mí me tocaron con dos. Casi me hicieron doblar del dolor. Esas dos brasas quemándome la pierna. Tuve que abandonar durante unos minutos mi labor de fotorreportero y cubrirme tras el tronco de un árbol, porque la granizada de balines no cesaba. Venían de cualquier parte: ahora también del pelotón, y de otros policías apostados tras algunas columnas de la recova del Cabildo. Esa táctica se repitió una y otra vez -hasta convertirse en una rutina-, en la desigual batalla que inexplicablemente duró varias horas. Hay que admitirlo: hubo delirante heroísmo de un lado: algunos muchachotes del sindicato de Luz y Fuerza avanzaban a veces hasta llegar a escasos metros del pelotón de policías, para lanzarles piedras que se estrellaban en sus escudos y cascos. Y, del otro lado, formando un solo cuerpo oscuro y compacto, como un enorme monstruo de cabezas refulgentes, estaban los policías, asumiendo el frío y metódico cumplimiento de tener que impedir a toda costa que unos tipos, cargados de furia y adrenalina, llegaran hasta la legislatura, irrumpieran en ella y posiblemente sacaran a patadas a los legisladores oficialistas allí reunidos, porque votaban una ley que desde todo punto de vista les parecía inadmisible, por el recorte a las jubilaciones y, lo que es peor aun, la modificación que se introduce en la Ley Previsional para que en el futuro nadie pueda tener más jubilaciones con semejante monto.
Fue una jugada rápida y efectiva del gobernador Juan Schiaretti, un hombre que llegó al poder bajo sospecha de fraude y con las arcas de la provincia vacía. Para remediar semejante e insólita desmesura, en una provincia que por su extensión y tierras es una de las más ricas de Argentina, además de sus reclamos al gobierno nacional para que le envíen el dinero que le adeudan, y al que de paso culpaba de las desgracias provinciales, lo primero que se le ocurrió fue lanzar y hacer que sus legisladores aprobaran a toda prisa la ley de marras. Schiaretti, cincuentón, es un contador público de discurso gris, figura reciclada, como tantas otras, de ese peronismo decadente que, como su predecesor José Manuel de la Sota, hace gala de una retórica que rebosa demagogia por los cuatro costados. Por los años de la dictadura militar fue un fervoroso joven del ala izquierda peronista que, se afirma, no dudó en tomar armas para enfrentarse a los militares golpistas. Se dice que en una de sus piernas conserva una cicatriz por alguna herida de bala recibida por esa época, tal vez en alguna escaramuza intrascendente. Debió exiliarse en Brasil, porque de lo contrario, algo no del todo improbable, hoy su nombre figuraría en la lista de los desaparecidos por los militares. Tal vez por ello, y a diferencia de lo que muchos piensan, cuando condenaron al represor militar Luciano Benjamín Menéndez a cadena perpetua, sus lágrimas eran absolutamente sinceras. Dicen que en su despacho cuelga una foto de Agustín Tosco, figura emblemática del sindicalismo argentino y líder del famoso Cordobazo.
Poco o nada queda de aquel joven. Con más de cincuenta años, hoy es un político deslucido, por mucho que sus asesores, incluidos los encargados de su apariencia personal, se empeñen en mantener recompuesta su figura, incluyendo esos absurdos flequillos sobre la frente. Fue vicegobernador del saliente gobernador de De la Sota, de quien heredó casi todos sus funcionarios, además de la provincia fundida. Cómo y por qué mutó. La pregunta carece de importancia. Juan Schiaretti y sus compañeros del Partido Justicialista fundado por Perón, después de la retirada de los militares y la refundación de la democracia en el país con la asunción a la presidencia del radical Raúl Alfonsín, llegaron al poder en los 90. Eran chicos hambrientos de gloria. El riojano Carlos Saúl Menem estaba a la cabeza. Por esa época una palabra extraña, apenas comprensible, circulaba por el mundo: Globalización. Inmediatamente se le agregó un apellido: Neoliberal. En términos concretos, es un peldaño más alto del que el propio Lenin llegó a visualizar cuando definió al capitalismo como imperialismo en su fase máxima de desarrollo. Es, a fin de cuentas, el capitalismo en su voracidad y capacidad de digestión absolutas. Pero con una nueva condición: el Mercado es quien gobierna. ¿Y los políticos?: Ah, los políticos. Tendrán sin dudas su papel: serán gerentes.
Acá en Argentina, la tropilla justicialista –también el diezmado radicalismo- con el capitán Menem a la cabeza, asumió con alegría los nuevos tiempos. Vendieron todo. Vendieron el país. Y ganaron mucho. Ellos ganaron mucho. En las periferias de Buenos Aires, así como en las principales ciudades argentinas, incluida Córdoba, a la par que se construían barrios privados cual pequeñas ciudadelas de gloria, se multiplicaban y reproducían las villas miserias en cifras infinitamente superiores. Maldición maltusiana, parece ser.
El neoliberalismo fue –y es- un perfecto tamiz corruptor. Escuela para la conversión de políticos en gerentes del mercado. De esa escuela, se graduaron con excelentes notas los de la sota, los cavallo, los reuterman, los duhalde, los macri, los de la rúa, y también los schiaretti.
Volviendo a la escaramuza. Los chalecos antibalas cubriéndole el torso a los policías, eran prácticamente innecesarios. Los que contraatacaban del otro lado, lo hacían lanzando piedras que rara vez daban en el blanco. O, con la utilización de pequeños morteros artesanales, alguna que otra bombita más estruendosa que efectiva para dificultarle la acción a los uniformados. Tal vez al chaleco habría que llamarle chaleco antipiedras. Sería un término más sujeto a la realidad del momento, teniendo en cuenta el armamento con el que cuentan los otros. El escenario de la batalla campal era la Plaza San Martín.
Una paradoja ¿no?: ahí, ante las narices de San Martín, argentinos contra argentinos. Dándose con todo lo que podían, con rabia, con buena saña. Como boxeadores que sin conocerse, tan sólo por el sano oficio de pelear, se golpean a matarse. Hasta con cierta dosis de odio. Pero sin que, en la concreta, sea un odio real. Ese odio puede surgir al calor de los golpes, de los balines golpeando los cuerpos y quemando la piel, de la furia de los manifestantes, un odio a muerte, que puede incluso llevar a la muerte, pero que más tarde, cuando la batalla concluye, desaparece. El blanco de ese odio surgido en el fragor de la batalla, son esos cuerpos que se enfrentan: en el caso del ring, boxeador contra boxeador; en la calle, manifestantes contra policías. Recientemente, argentinos contra argentinos. Y todo ahí, ante la estatua del Libertador.
Toda una paradoja, sí señor. Ante San Martín, cuyo ejemplo parece haber sido tirado al tacho de la basura. La historia no enseñó nada. O enseñó muy poco. Los tiempos son otros, claro está. Aquellos tiempos de insignes patriotas, que atravesaban el macizo montañoso de Los Andes para liberar otros países hermanos que aun estaban sometidos a la corona española, sobre el lomo de mulas, las ropas hechas trizas, sobreponiéndose al frío, al hambre, al cansancio y las fiebres, impulsados tan sólo por el afán de la libertad e independencia, quedaron atrás. Los tiempos ahora son otros. El tiempo ha quedado reducido a un simple ahora, a tan sólo éste instante globalizado y, para colmo, neoliberal. Nada es previsible para el hombre común de los tiempos que corren: cualquier cosa puede suceder a la vuelta de una hora. Desde que te pongan de patitas en la calle, y vayas a parar al ejército de los desempleados; de que seas un viejo y te recorten la jubilación, o de que te mueras. Y la muerte puede venir de la mano de alguien que está más jodido que tú: Te pega un caño en la nuca y pum. Tan sólo por llevarse las escasas monedas que tienes en los bolsillos. O de ese cana que, con absoluta impunidad, como si matara pájaros, dispara su fusil, si es que estás en los que, del lado de acá, se le enfrenta. O tú puedes ser quien dispara el fusil para intentar que el otro no llegue a la legislatura e impida que se vote una ley injusta, una ley neoliberal. En cualquiera de los dos casos, asumiendo un odio momentáneo que un gerente del mercado, un schiaretti, pongamos por caso, graduado de aquella escuela de los 90, te impuso.
A fin de cuentas, ciudadanos somos todos. Solamente que unos estamos de un lado y otros del otro. Piezas en un tablero. Alguien nos mueve. Y, como en todo juego, algunas piezas van cayendo y otras van quedando.