martes, 7 de julio de 2009

Van Troi, MacManara y una plaza para amar en La Habana.

Por Tomás Barceló
En la calle Manglar, a escasos metros de la Avenida Infanta, en la ciudad de La Habana, hay un pequeño parque bautizado a finales de los años 60’ con el nombre de Nguyen Van Troi. Sobre un pequeño promontorio una estatua, como sembrada ahí a las apuradas, intenta reproducir –con todas las limitaciones que pueda tener el cemento fundido- la figura del joven vietnamita que quiso ajusticiar a Robert MacNamara (No lo logró: fue apresado en el intento, torturado bestialmente, y después fusilado. Cuentan, además, que sus torturadores no pudieron arrancarle una sola confesión).
Van Troi intentó volar un puente por donde debía pasar el entonces Secretario de Defensa norteamericano. MacNamara, por su parte, además de mentir, fue uno de los artífices de la guerra en Vietnam. Desde su fría mentalidad de contador, concebía los bombardeos en términos de contaduría, donde las cifras de los muertos, tanto de un bando como de otro, daban un sentido a las pérdidas o ganancias probables.
Nguyen Van Troi no es ni siquiera una plaza célebre en La Habana. Es una plaza mínima, ideal para que en las noches del largo verano cubano acudan ahí parejas que por la total ausencia de lugares adecuados, sobre sus bancos desvencijados hagan el amor bajo las estrellas. Es algo muy normal. Al menos en Cuba. Sobre todo en La Habana, ciudad de sexualidad desprejuiciada. Ocurre en el Malecón. Sucede, pongamos por caso, detrás de un poste de luz, en alguna calleja mal alumbrada. Detrás de un muro. En algún placer yermo. En la escalera de algún edificio mal iluminado. Debajo de las sombras protectoras de un árbol. No hay posadas. Los hoteles cuestan dólares. Escasean las viviendas. El calor. Humedades. Los represivos prejuicios católicos sobre la sexualidad en Cuba no cuentan para nada.
Con aquellos apagones de los años 90’, el parque Van Troi fue unos de los escenarios de semejantes desmesuras amatorias. De aquellos años, conservo el recuerdo de un crepúsculo. Muy nebuloso todo, porque estaba bajo los efectos de una borrachera alcanzada con pésimo ron. Me quedé dormido en uno de aquellos destartalados bancos. Desperté de madrugada. Mi borrachera había menguado en algo. Lo que me permitió escuchar con nitidez, viniendo de aquí, de allá, de más allá, de mi izquierda, de mi derecha, de delante, de atrás, el trajinar de las parejas. Gemidos. Susurros. Ciertos movimientos. El parque Van Troi estaba sumido en la oscuridad de uno de aquellos apagones de los 90’ que duraban una eternidad.
Me fui de allí dando tumbos.
Robert MaCnamara falleció recientemente. Tenía 93 años. Se murió durmiendo. O se durmió muriendo. Para el caso es lo mismo. Estuvo en La Habana un par de veces. La última fue en el 2002. Viajó a la isla para analizar en diálogo fraterno con Fidel Castro, todo lo más posible que pudiera analizarse sobre la llamada Crisis de los Misiles de 1962, cuando 27 cohetes nucleares, emplazados en territorio cubano, apuntaban al corazón de los Estados Unidos. Iba a ser la hecatombe. Entonces ya MacNamara era el Secretario de Defensa del imperio, cargo para el cual lo convocó Kennedy. Estaba, pues, en el centro de aquel torbellino. Después de tanto tiempo, tantas aguas pasadas bajos los puentes, la revolución envejeció. También Fidel. Ni qué decir Robert MacNamara. Las tormentas se habían aquietado, los odios otro tanto, y la guerra de Vietnam ya era algo lejano, un símbolo de los años 60’, su contienda bélica por excelencia. Durante su estancia en La Habana, alguien debió acompañar al viejo halcón yanqui hasta ese insignificante parquecito habanero, situarlo ante la estatua de Nguyen Van Troi, y decirle que esa escultura era un modesto homenaje rendido al joven vietnamita que intentó matarlo, en defensa de su propio país invadido.
Pero no ocurrió así. Después de todo, no dejaba de ser un detalle insignificante. No estaba incluido en el protocolo para el ilustre visitante. Nguyen Van Troi no tuvo tiempo de realizar grandes proezas. Cuando lo fusilaron, era un hermoso joven que tan sólo tenía 19 años. Dicen que antes de que sus matadores le dispararan, con las manos atadas a las espaldas tuvo tiempo de mirarlos a los rostros y gritarles con coraje: ¡Viva Ho Chi Minh! ¡Abajo los yanquis! Eso ocurrió más de cuarenta años antes de que Robert MacNamara muriera durmiendo –tranquilamente- en la confortable cama de su habitación.