jueves, 15 de octubre de 2009

Que se la chupen

Por Tomás Barceló Cuesta
Hay un Maradona –un Diego Armando Maradona esencial-, que los medios nunca respetaron. O respetaron poco.
La leyenda es conocida: un pibe morocho, surgido de una zona pobre, marginal, que sus piernas, rapidez y reflejos, más un sentido espiritual de colectivo, lo llevaron a integrar la selección argentina de fútbol. A partir de ahí todo fue gloria: el mundial juvenil del 79, después el 86, la mano de Dios y la victoria frente al equipo de la imperial Inglaterra. Maradona fue elevado a rango de dios. Subliminal mensaje: hay hasta una aproximación fonética entre Diez, Diego y Dios. Algo así como una trinidad futbolera.
El Pelusa siguió siendo gloria cuando transitó durante años, retirado ya de las canchas, gordo y abotargado, por los alucinantes pasadizos de la droga. Era tan sólo un dios abatido. Y siguió siendo gloria cuando, en más de una ocasión, mantuvo en vilo al país, al mundo entero, mientras gambeteando defendía la pelota de su vida ante ese rival implacable que es la muerte. De haber fallecido, hoy fuera un muerto tan grande como el Che. Y, oh azares de la vida, algo casi olvidado: ambos son argentinos. Esto último no lo digo por la nacionalidad común gracias al azar geográfico –dato irrelevante-, sino por la cualidad de lo argénteo.
Maradona no es ningún dios, pero jugó como si lo fuera. Y tampoco quizás haya sido el mejor jugador del mundo (aunque yo me lo crea y el mundo también). Pero los medios, la publicidad y el dinero, tienen el poder ilimitado de convertir la mierda en oro y a un hombre común y mortal en cualquier cosa. Además de despojar al fútbol –como lo han hecho- de su condición elemental de pura diversión, y elevarlo hasta el paroxismo en un gran negocio de rentabilidades y cifras gananciales, en el que los jugadores y el juego son la mercancía.
Maradona sirvió para tales propósitos mientras paseaba por las canchas del mundo ese juego de potrero, de pibe menudo, cuyo sueño perentorio es anotar un gol. Maradona después no sólo siguió anotando goles, sino que también los fabricaba, llevando la pelota hasta límites imposibles, ante las narices del arquero contrario y en tan sólo un fugaz segundo, anidarla en los pies de algún cercano compañero de equipo para que éste hiciera también lo suyo. Ningún otro jugador lo ha logrado como él. Ya retirado, el brillo que le quedaba siguió sirviendo para alimentar el cotilleo de los medios de comunicación: aún había jugo en ese dios.
Todo le fue permitido. Incluso echarse ahora sobre sus hombros, la carga de la dirección de la selección argentina. Pero nunca perder. Si pierdes te convertimos en mierda. No lo olvides, eh Dieguito: el mundo está diseñado para los ganadores.
Argentina, país de pérdidas y derrotas constantes, no sabe perder. De ahí el tango, arte musical del lamento –elevado recientemente por la UNESCO a patrimonio cultural mundial-, más el psicoanálisis, terapia conversacional, intrincada, siempre tras la búsqueda de algo que no se sabe qué.
Maradona, más que nada y por encima incluso de los medios, ha sido y es dios de sí mismo. Dios de su propia condición esencial por la cercanía con aquellos que siendo lo que él fue, alguna vez soñaron ser lo que es: un desclasado que logró romper con la miseria que otros le impusieron. Recurrente arquetipo del héroe en la cultura masificada capitalista: al final, en el fútbol, el sueño del pibe no es hacer goles, sino ganar millones: cuanto más, mejor. Un argentino más allá del tango y la terapia. Nunca como antes pareció volver a esa esencia suya, tan argentina –lo digo de nuevo por lo argénteo- cuando después de ganarle a Uruguay, le arrostró a los periodistas –empleados de primera línea del poder mediático- que él, junto al equipo y a los argentinos que lo siguieron, sin la ayuda de los medios, y contrario a lo que pensaban días antes esos mismos periodistas que tenía al frente, habían logrado la victoria, y con ello su pase al mundial.
“Que me la chupen”, dijo entonces. Y lo dijo más de una vez. Los medios y el provincianismo pacato, tan argentino –lo digo ahora por Argentina- tendrán para unos cuantos días. Ya no es un dios. Es un mal director técnico, diciendo groserías, ofendiendo a los empleados del poder mediático. Horror.
Cuando uno de esos empleados le preguntó si se sintió presionado, Maradona respondió lo más importante que pudo haber dicho en toda la conferencia de prensa: “Presionado es un hombre que se levanta a las 5 de la mañana sin saber cómo será su día. Yo me siento con la responsabilidad del equipo”.
Respuesta intrascendente para los medios. Hablar de desclasados no es rentable. Tan sólo vale la pena cuando –salido de su entorno marginal- algún pibe, como Maradona, comienza a convertir su sueño en dinero propio. Dinero para los empresarios del fútbol. Y dinero, voz y ganancia para el poder mediático.
Puertas adentro, en más de una conversación oligarca de sobremesa, no faltará la frase conocida: Quién se cree que es ese negro de mierda.
Que se la chupen entonces.