lunes, 30 de noviembre de 2009

Devuélvanme a Nicole Kidman



Por Tomás Barceló Cuesta
Anoche vi la película Australia. Pero las pocas líneas de las que dispongo no las malgastaré en el análisis del film. Si lo traigo a colación es para que juntos nos detengamos, amigos virtuales, en el “nuevo rostro” de Nicole Kidman. No es Nicole Kidman, no es la versátil protagonista de filmes tan disímiles como Moulin Rouge, Los otros, Calma total, Reencarnación, Las mujeres perfectas…; o sí lo es, pero con otra cara, algo que en alguien como yo, a quien los años no terminan de domesticar su propensión al asombro, termina llenándolo de confusión. Supongo que Nicole Kidman seguirá teniendo los mismos mohines, sonriendo como siempre lo ha hecho y llorando y temblando cada vez que determinada escena lo requiera. Es decir, seguirá siendo la misma actriz, asumiendo el mismo rigor y profesionalismo que la caracterizan, pero lo que finalmente uno termina viendo es otra cosa. Como si los cambios operados en su rostro por el botox y los colágenos que redondearon sus ojos y ensancharon sus labios, terminaron privándola de eso que, se me antojaría llamar, el espíritu Nicole Kidman. O su formidable histrionismo que al ponerlo en función de aquellos papeles que interpretó, situaba a sus personajes en el borde de un abismo, asolados por las llamas internas de sus pasiones. De alguna manera u otra, todos esos personajes tuvieron algo en común: Atormentados, perdidos en mundos paralelos, fantasmales, siempre a punto de quebrarse pero sin embargo sostenidos por una fuerza de hierro que la actriz, con tan sólo fruncir su bello entrecejo, solía acuñar de manera irrefutable.
El cutis de Nicole Kidman posee una especie de blancura floral, una piel que uno imagina debieron tener aquellas cenicientas y blancanieves de los hermanos Grimm. Lo que contrasta con su cuerpo delgado y fibroso, como de caña brava imbatible. Una extraña sensualidad, una mujer sin dudas apetecible.
Todas esas “virtudes” debieron tenerlas en cuenta los directores de cine que la contrataron para que bajo su piel, y con sus ojos sutilmente oblicuos y a la vez tan azules, los pendulares personajes concebidos por ellos se sintieran cómodos en sus prestadas vidas. Los buenos directores de cine, a fuerza de ese ejercicio continuado en la concepción de personajes de ficción, saben buscar y encontrar al actor o a la actriz ideal que los encarne. La industria Hollywood, fábrica de exquisitas y divertidades falsedades, produce personajes para actores y categoriza actores para personajes. El cine es, además, el arte de las mezclas. Arte de la visualidad, logra que los personajes terminen siendo los actores y estos a su vez aquellos. Es también, pues, un arte de confusiones.
Con Nicole Kidman el hallazgo pareció ser siempre cuasi perfecto ¿no? Y uno de aquellos personajes necesitados de ella para cobrar vida en el cuerpo y rostro de la actriz, es Sarah Ashley, la señora jefe del film Australia: tan frágil en su primera apariencia y tan fuerte en su revelación, tierna y sensual, y a la vez decidida y voluntariosa. Ideal para que fuera interpretada por aquella Nicole Kidman que quedó perdida en quién sabe cuántos salones de cirugía estética para dar paso a esta otra de boquita pulposa, más cercana a la envidiosa hermanastra de Cenicienta, o a alguna fregona posmoderna de regular belleza, carente de esa fuerza pasional que el implacable botox borró para siempre.
Qué decepción.

martes, 10 de noviembre de 2009

Los jodidos

Por Tomás Barceló
En un barrio periférico en plena formación de Córdoba, la aldea –ya tiene nombre: Nueva Urca se llama-, regias casas en construcción, separadas unas de otras con esa distancia que exigen quienes serán sus adinerados dueños (amplios espacios para las infaltables piletas, los quinchos, el verde pastito, el asador), en una maniobra imprudente terminé estrellando el auto contra un poste. No es nada extraño. Soy un aprendiz de chofer. No frené cuando debí hacerlo, en cambio pisé el acelerador hasta el fondo. Mi mujer gritó. Terminó reventando el parabrisas con la cabeza. Salimos inmediatamente del auto. Ella lloraba. Su celular apenas tenía carga. En algún momento logró comunicarse con la grúa del seguro. Teníamos dos o tres horas de espera por delante. Un lugar apartado. Ahí, ante nuestros ojos, nuestro autito parecía una garrapata blanca aplastada contra el poste. Definitivamente apagada, muerta. Debajo de sus ruedas delanteras, una de ellas convertida en una enorme galleta deformada, crecía la mancha aceitosa de su sangre que brotaba de su vientre.
Mi mujer lloraba. En algún momento dejó de hacerlo y se sentó contrita en la tierra, con el rostro entre las manos. En ocasiones iba hasta ella, la abrazaba, la apretaba contra mi pecho. Después caminaba de un lado a otro, me alejaba unos metros de allí, mirando siempre hacia la lejanía mientras intentaba refugiarme en el verde de los árboles distantes.
Pasaban autos frente a nosotros, obligados a hacer un pequeño desvío porque nuestra pequeña garrapata herida había quedado cruzada en medio de la calle. En su mayoría eran autos muy lujosos. Una señora septuagenaria, teñida de rubio, rostro huesudo, fumaba un cigarrillo con el brazo apoyado en la ventanilla mientras dirigía la mirada altanera hacia delante. Durante nuestro tiempo de espera pasaron diez o doce autos más. Uno de ellos llevaba un falderillo, un poodle negro que era todo un encanto. Tenía medio cuerpo fuera del auto. El perrito nos miró y tuve la sensación, por demás loca, de que el animalejo tenía conciencia de nuestra pequeña desgracia. Pero fiel a su clase, desvió la vista. Y se perdió en la esquina con sus dueños y su auto de vidrios oscuros. Algunos al pasar miraban, después seguían indiferentes. Otros avanzaban sin siquiera mirar. Un sábado al mediodía, con un cielo tan limpio, no es para estar jodiéndose la vida con la desgracia del otro. Pero, oh milagro, en algún momento se detuvo una camioneta. Su conductor era un hombre de unos cincuenta años. Lo acompañaba un joven. Debía ser su hijo. El hombre nos preguntó qué nos sucedía. ¿Se encuentra bien? Intenté explicarle. Nos brindó ayuda. Preguntó qué podía hacer por nosotros. Le di las gracias. Ya vendrá la grúa, le respondí. Eran bolivianos. El hombre insistió. No, gracias, les dije, muchas gracias, amigo, se lo agradezco. ¿Seguro están bien? Si, no se hagan problema. Al rato otro auto. Iba repleto. Una familia argentina. El padre al volante, la mujer al lado. Unos chicos en el asiento trasero. Desde la distancia en que me encontraba, vi que le hablaban a mi mujer. Después siguieron su camino. Al pasar frente a mí el hombre me dedicó una sonrisa pequeña, que yo interpreté algo así como que no me preocupara, que todo estaría bien.
Después mi pecho se distendió. Vi la pequeña figura de mi mujer levantarse con energía del suelo. No todo estaba tan jodido en el mundo.
Domingo 8 de noviembre de 2009

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Susanita conquistó la televisión


Por Tomás Barceló Cuesta
Si Quino no hubiese existido y yo tuviera que inventar Mafalda, con todos sus personajes incluidos, Susanita se llamaría Fabiana. Tan sólo por la reacción que con frecuencia me producen los comentarios de la señora que cada mañana comparte junto a J. Cuadrado y Federico T., la conducción del matutino televisivo Arriba Córdoba.
Tan correcta, tan guardiana “del buen gusto y del orden burgués”, suele hablarle a las cámaras convencida de que los que están del otro lado aplauden sus desaguisados. En la aldea cordobesa deben sobrar quienes se lo agradezcan. Otros, en cambio, lanzarán palabrotas. Entre estos últimos me encuentro yo, virtuales lectores.
Fabiana Dal Pra mira hacia la cámara que la enfoca, y comenta algo tan oportuno -pero sobre todo frontal y sincero en correspondencia con su mentalidad clase media alta, adecentada chica de Barrio Urca-, como que la nueva ley del gobierno nacional dirigida a otorgarle 180 pesos por hijo a toda madre que esté desocupada, pudiera llevar a las mujeres a dedicarse a parir y no a buscar trabajo, como debiera ser.
Yo haría lo mismo (no hacer semejante comentario, aclaro, sino parir), pero teniendo en cuenta otras variantes.
Primero: si fuera mujer, fértil, y además joven.
Segundo: si en vez de 180 el Estado me otorgara por hijo 800 pesos, cifra más o menos cercana a lo que pudiera costar su alimentación, cobija y educación dignas.
O tercero, algo menos probable: si fuera la mujer de un rico. O una de esas botineras que se engrampan con afamados deportistas gracias a sus formidables cuerpos y a esa expresión tan sobreactuada en sus bellos rostros, de ingenuas y angelicales putas celestiales. El fútbol es un excelente coto de caza para ellas.
Hay dos extremos que corren paralelos en nuestra gran aldea: en uno de ellos, unos pocos tienen lo que les corresponde, más esa misma cantidad multiplicada n veces y que viene a ser lo que les toca a aquellos que, viviendo en el otro extremo, no lo tienen. A más pobres, alguien ha de ser más rico. ¿O estoy equivocado? Es una elemental ecuación sobre la cual descansa el sistema capitalista mundial de todos los tiempos. Sólo que en pequeñas aldeas como Córdoba, abundantes por acá abajo en la rabadilla del mundo, la ecuación se torna más siniestra.
El extremo donde habitan los millonarios -en cuyos bordes, con aires de expansión y crecimiento florece la clase media alta-, contiene cierta cantidad de mujeres dedicadas a parir y a criar felizmente a sus hijos. Cuentan para ello con mucamas que les limpian las casas, pulen los pisos, lavan la ropa, friegan los platos, eliminan las telarañas, tienden sus camas, les cocinan y, la mayoría de las veces, cuidan de los niños mientras ellas, nobles madrazas, se dedican a otra cosa. Más de una se graduó en alguna universidad pública o privada, pero no trabaja. ¿Para qué? ¿Qué necesidad hay de hacerlo? El trabajo lo hizo Dios como castigo…reza un antiguo bolero cubano. Además, se está tan bien así. Sin hacer nada, viendo como crecen los pichones.
Por acá, más cercanas, están las mujeres pobres. Las mujeres de los pobres. Vienen de generaciones frustradas, piezas frágiles en la sólida estructura de la pobreza argentina. La mayoría apenas terminó la primaria. Suman Miles. Material humano devaluado en el mercado del trabajo. En la mejor de las suertes, se unen a un hombre tan pobre como ellas. Y a parir. O -previa recomendación, no vaya a ser que…-, serán mucamas de aquellas susanitas argentinas, con salarios en negro o mal remunerados, más el valor agregado de un tratamiento indigno. Cualquier otra cosa pudiera ser el infierno. El infierno es inmenso, como pequeño el paraíso. O viceversa. Depende de dónde se esté parado. O cómo se viva.
Tomando algo prestado del Dante Alighieri, ya que hablamos de infiernos, en uno de los círculos más profundos del infierno que nos toca acá en la tierra, están los prostíbulos clandestinos esperando la última remesa de chicas pobres (algunas de ellas con sus fotos exhibidas en las terminales anunciándolas como desaparecidas) para que en sus cuerpos se sacien camioneros al paso, policías corruptos, algún tímido joven se inicie en el sexo, o se caiga por allí algún platudo para desflorar a alguna chica virgen reservada exclusivamente para usted, Don.
¿Serán esos los trabajos a los que se refiere la conductora de nuestra televisión aldeana?
Si los que siempre leímos Mafalda pensamos alguna vez que Susanita tan sólo se dedicaría a criar hijos, mantenida por un marido rico, nos equivocamos: en nuestra gran aldea argentina algunas de ellas están hoy ante las cámaras de televisión desgranando su sabiduría de amas de casa (algún día tendrán su Santa Mirta para adorar), su bla bla de vecindario, su ideología del buen hogar (donde todo hay y sobra de todo) dentro del cual el mundo es ideal, mientras piensan –o comentan con altanero desdén y total impunidad- que fuera de sus paredes lo que impera es el caos. Hay que terminar admitiéndolo: Susanita conquistó la televisión.

jueves, 15 de octubre de 2009

Que se la chupen

Por Tomás Barceló Cuesta
Hay un Maradona –un Diego Armando Maradona esencial-, que los medios nunca respetaron. O respetaron poco.
La leyenda es conocida: un pibe morocho, surgido de una zona pobre, marginal, que sus piernas, rapidez y reflejos, más un sentido espiritual de colectivo, lo llevaron a integrar la selección argentina de fútbol. A partir de ahí todo fue gloria: el mundial juvenil del 79, después el 86, la mano de Dios y la victoria frente al equipo de la imperial Inglaterra. Maradona fue elevado a rango de dios. Subliminal mensaje: hay hasta una aproximación fonética entre Diez, Diego y Dios. Algo así como una trinidad futbolera.
El Pelusa siguió siendo gloria cuando transitó durante años, retirado ya de las canchas, gordo y abotargado, por los alucinantes pasadizos de la droga. Era tan sólo un dios abatido. Y siguió siendo gloria cuando, en más de una ocasión, mantuvo en vilo al país, al mundo entero, mientras gambeteando defendía la pelota de su vida ante ese rival implacable que es la muerte. De haber fallecido, hoy fuera un muerto tan grande como el Che. Y, oh azares de la vida, algo casi olvidado: ambos son argentinos. Esto último no lo digo por la nacionalidad común gracias al azar geográfico –dato irrelevante-, sino por la cualidad de lo argénteo.
Maradona no es ningún dios, pero jugó como si lo fuera. Y tampoco quizás haya sido el mejor jugador del mundo (aunque yo me lo crea y el mundo también). Pero los medios, la publicidad y el dinero, tienen el poder ilimitado de convertir la mierda en oro y a un hombre común y mortal en cualquier cosa. Además de despojar al fútbol –como lo han hecho- de su condición elemental de pura diversión, y elevarlo hasta el paroxismo en un gran negocio de rentabilidades y cifras gananciales, en el que los jugadores y el juego son la mercancía.
Maradona sirvió para tales propósitos mientras paseaba por las canchas del mundo ese juego de potrero, de pibe menudo, cuyo sueño perentorio es anotar un gol. Maradona después no sólo siguió anotando goles, sino que también los fabricaba, llevando la pelota hasta límites imposibles, ante las narices del arquero contrario y en tan sólo un fugaz segundo, anidarla en los pies de algún cercano compañero de equipo para que éste hiciera también lo suyo. Ningún otro jugador lo ha logrado como él. Ya retirado, el brillo que le quedaba siguió sirviendo para alimentar el cotilleo de los medios de comunicación: aún había jugo en ese dios.
Todo le fue permitido. Incluso echarse ahora sobre sus hombros, la carga de la dirección de la selección argentina. Pero nunca perder. Si pierdes te convertimos en mierda. No lo olvides, eh Dieguito: el mundo está diseñado para los ganadores.
Argentina, país de pérdidas y derrotas constantes, no sabe perder. De ahí el tango, arte musical del lamento –elevado recientemente por la UNESCO a patrimonio cultural mundial-, más el psicoanálisis, terapia conversacional, intrincada, siempre tras la búsqueda de algo que no se sabe qué.
Maradona, más que nada y por encima incluso de los medios, ha sido y es dios de sí mismo. Dios de su propia condición esencial por la cercanía con aquellos que siendo lo que él fue, alguna vez soñaron ser lo que es: un desclasado que logró romper con la miseria que otros le impusieron. Recurrente arquetipo del héroe en la cultura masificada capitalista: al final, en el fútbol, el sueño del pibe no es hacer goles, sino ganar millones: cuanto más, mejor. Un argentino más allá del tango y la terapia. Nunca como antes pareció volver a esa esencia suya, tan argentina –lo digo de nuevo por lo argénteo- cuando después de ganarle a Uruguay, le arrostró a los periodistas –empleados de primera línea del poder mediático- que él, junto al equipo y a los argentinos que lo siguieron, sin la ayuda de los medios, y contrario a lo que pensaban días antes esos mismos periodistas que tenía al frente, habían logrado la victoria, y con ello su pase al mundial.
“Que me la chupen”, dijo entonces. Y lo dijo más de una vez. Los medios y el provincianismo pacato, tan argentino –lo digo ahora por Argentina- tendrán para unos cuantos días. Ya no es un dios. Es un mal director técnico, diciendo groserías, ofendiendo a los empleados del poder mediático. Horror.
Cuando uno de esos empleados le preguntó si se sintió presionado, Maradona respondió lo más importante que pudo haber dicho en toda la conferencia de prensa: “Presionado es un hombre que se levanta a las 5 de la mañana sin saber cómo será su día. Yo me siento con la responsabilidad del equipo”.
Respuesta intrascendente para los medios. Hablar de desclasados no es rentable. Tan sólo vale la pena cuando –salido de su entorno marginal- algún pibe, como Maradona, comienza a convertir su sueño en dinero propio. Dinero para los empresarios del fútbol. Y dinero, voz y ganancia para el poder mediático.
Puertas adentro, en más de una conversación oligarca de sobremesa, no faltará la frase conocida: Quién se cree que es ese negro de mierda.
Que se la chupen entonces.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Nacer (1)




Por Tomás Barceló
Ocurrió un 22 de septiembre, en una choza con techo de guano, paredes de madera y piso de tierra. En mi país, Cuba, se conoce como bohío. La mujer estaba sola. Afuera todo era callado: ese silencio que emana de la tierra cubierta toda de vegetación, y que lleva a pensar en Dios a los que creen en él, pero también a los que no creen, ante el misterio de tanta mudez terrenal donde una ciudad puede llegar a ser algo tan lejano e inalcanzable como el mismo Dios. Eran las 12 del día. Pleno equinoccio de otoño en el hemisferio norte. Es de suponer que en ese instante, ubicada la tierra convenientemente frente al sol –como una mujer desnuda que espera de su amante una mirada de aprobación-, recibía toda la luz pareja.
La mujer estaba sola.
Una mujer sola con una enorme panza dentro de la cual había un niño.
Pudiera hablar de sus avatares allá dentro, rompiendo la bolsa amniótica y buscando la luz y el oxígeno a través del canal de parto. Pero pasaré por alto esos detalles. Nadie cree esas cosas.
Los hombres trabajando en el campo. Dos de sus hijas habían ido a buscar a la partera, que vivía a una distancia de cinco kilómetros. Con las entrañas sacudidas por las contracciones, la mujer puso en el fogón una olla, con agua para que hirviera. Buscó paños limpios. Una tijera que esterilizó con alcohol. Preparó convenientemente el lecho. Sobre una pequeña hondonada en el piso, puso algunos de los paños. Y se dispuso a parir.
Lo hizo en cuclillas, sosteniéndose de dos taburetes atados a las paredes. Y así me alumbró. Así nací. Un 22 de septiembre, justo cuando el día estaba partido en dos mitades iguales, equilibrado por la luz equinoccial. Mi primer contacto con el mundo no fueron unas manos enguantadas de algún obstetra. Mi primer contacto con el mundo al que me asomaba por vez primera, fue con la tierra, sobre la cual caí suavemente porque así lo quiso y dispuso mi madre.
Cuando llegaron mis hermanas con la partera, ya yo estaba bañado y limpio. Olía a colonia. Eso provocó en mí, supongo que por lo artificial del producto, una alergia eterna hacia los perfumes. Mi madre había cortado el hilo de venas que nos unía. Ya había chupado sus tetas pletóricas de leche. Dormía. Todo estaba en orden en el hogar. Mi madre, bañada también, limpia y olorosa, pensaba que sería la última vez. Y así fue: con siete hijos fue suficiente.
Por ése suceso, importante para ella y aun más para mí, el 22 de septiembre pasado recibí innumerables felicitaciones de mucha gente. Incluidos amigos que no me conocen pero me aceptan como tal, y que yo tampoco conozco pero también termino aceptando, gracias a la virtual concertación en cadena de ese mundo infinito llamado Facebook.
Sé que ahora, en estos instantes en los que se producen partos planificados en limpios salones de obstetricia, una mujer, en algún rincón del planeta –África, América, India- se dispone a parir en cuclillas. Está sola. Facebook desconoce que existe. Como también ella desconoce que existe Facebook. Nadie registrará el suceso. Eso no importa. Es tan sólo ella con su hijo que va a nacer. Más el silencio del mundo a su alrededor. Eso es suficiente.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El coño de su madre o lo que es lo mismo

Por Tomás Barceló
El señor Micheletti, presidente de facto de Honduras, declaró días atrás que en el supuesto caso de que Estados Unidos invada al país, él no daría órdenes a su ejército para defenderse, de esa manera evitaría pérdidas de vidas hondureñas. Qué bien. Loable actitud del señor Micheletti. Ni Ghandi frente a Inglaterra, allá por los tiempos en que el famélico líder hindú, seguido de millones de hindúes tan flacos como él, opuso su resistencia pacífica para expulsar a las tropas coloniales británicas de la India. Es lógico que el rollizo Micheletti piense y actúe así: ¿cómo oponérsele al padre –político- que pudiera venir a regañarlo por portarse mal? ¡Jamás! ¡Nunca! A Estados Unidos se le respeta, carajo.
En estos momentos la policía y el ejército de Honduras, por órdenes del mismo gordito, disparan contra sus hermanos hondureños –matando a unos e hiriendo a otros con balas o a bastonazo limpio- que claman, en multitudinarias manifestaciones, que el depuesto presidente de sombrero alón y mostacho negro, Manuel Zelaya, sea repuesto en el poder.
Pensando en Micheletti -no en Zelaya-, el perro Mendieta, acompañante de Inodoro Pereyra y ambos salidos del genio de Fontanarrosa, exclamaría: ¡Qué lo parió, che!
Más de un hondureño estará gritando algo parecido: ¡La puta madre que lo parió! Con el perdón de la señora. Ya se sabe: el insulto viene por otro lado.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Freud está con vos

Por Tomás Barceló Cuesta
Después de algunos intentos para que la Asociación de Psicoanálisis de Córdoba respondiera mis correos, desistí. Nunca se tomaron el trabajo, encima me suspendieron las invitaciones para que asistiera a sus charlas y seminarios. Deseaba tan sólo una terapia virtual. Definitivamente no la tendré.
Debe ser porque el terapeuta debe mirarle a los ojos al paciente para comprobar si le dice la verdad o no. Llego a comprenderlo: se miente mucho por Internet, algo perdonable por tratarse de un sistema de comunicación virtual. Pensé que con una Webcam podría solucionarse el asunto, pero es un artefacto provocador de la lujuria. Nació con ese estigma, o buena estrella, depende de cómo se le mire. Pero para la terapia internética no serviría. Por otro lado, hay que entender que la psicoterapia viene de una larga práctica conversacional, cara a cara, alimentándose del flujo de las palabras. Las palabras y los gestos de quien habla de sí -más la expresión de la mirada: cuánto no puede llegar a revelar esa mirada que se escapa, evasiva, del escrutinio de los ojos del terapeuta para dirigirse a la ventana del consultorio, digamos, o hacia alguna horrible pintura colgada en la pared, o hacia las manchas parduscas que revelan las cagadas de las moscas en los bordes de un florero-. Palabras, miradas, gestos de quien cuenta las historias que se guardaron, algo así como distorsionadas, en el disco duro de la memoria, allá por el inconsciente. Se incluye el silencio. Sí, el silencio. En esa pausa donde la palabra se ausenta, hay mucho por buscar y encontrar. Dicen eso. Que detrás de la densidad de ciertos silencios suelen esconderse verdaderas tormentas, o remansos de paz. Yo, lo confieso, veo en el silencio lo que es. Nada más. Pero lo apuntado arriba lo he leído y hasta se lo he oído decir a más de un terapeuta, a los que hay que creerles: historias encerradas allá dentro, con algunas de las cuales es difícil –sino imposible- convivir. Mientras hablas, el terapeuta está ante ti, escoltado por Freud y Lacán. Uno termina rindiéndose, abriendo las piernas de su alma.
Vengo teniendo otro de esos sueños persistentes: conduzco un Volswagen 0KM. Me meto por avenidas muy transitadas, atiborradas de carros, peatones que van y vienen, semáforos que se encienden y apagan. Ómnibus atiborrados de personas, algunas de las cuales me miran a través de las ventanillas con expresiones hoscas. Pero no les doy mucha importancia. Me permito hasta el lujo de, mientras conduzco, hablar por mi celular. Acelero, aumento velocidad, piso embrague, cambio, acelerador, avanzo seguro. Qué felicidad. Nada me detiene. Evado obstáculos –casi siempre son los mismos-: un perro flaco, lleno de sarna, o una anciana que cruza la calle apoyándose en un bastón. Un hueco lleno de agua sucia. Un vendedor de periódicos que atraviesa la calle corriendo sin mirar lo que viene.
Al llegar a una esquina –siempre es la misma esquina- miro hacia delante y a pocos metros, en una enorme valla colgada en la fachada de un edificio vetusto, como uno de aquellos internados católicos, aparece una vieja monja totalmente en bolas, con más pinta de bruja que de otra cosa, con los pellejos de sus tetas deslizados hacia el ombligo, vencidos por la ley de la gravedad. Lo único que tiene cubierto es la cabeza con la inmaculada toca de las novias de Dios. Anuncia un nuevo modelo de corpiño. El corpiño lo sostiene en una mano mientras sonríe cachonda. No tiene dientes.
En ese instante me doy cuenta de que no sé manejar. Y que ni siquiera tengo celular. No puedo controlar el auto, que comienza a zigzaguear locamente. Voy a estrellarme contra el edificio, a los pies de la vieja monja desnuda. En ese punto me despierto muy agitado.
Es un material de enciclopedia clínica. Lo sé. Anoche incluso volví a soñarlo. Aparecieron nuevos detalles que no quiero revelar por el momento. Pero no era eso a lo que quería referirme, sino al hecho de que hace una semana recibí un correo titulado Freud está con vos. Me llamó la atención la construcción de la frase, como si el correo me lo enviara algún miembro de una de esas sectas del neo cristianismo mezclado con psicoanálisis. Hay que admitir que el postmodernismo contiene altas dosis de hibridación. Terminé convencido de que era la respuesta esperada de la Asociación de Psicoanálisis, etcétera. Al abrirlo, inmediatamente se dejó escuchar la alarma de mi Avast antivirus (es una copia falsa) y acto seguido la voz de la españolita (falsa también), que te anuncia sin emoción alguna, como toda máquina que habla: Aviso, su sistema tiene virus.
Ahora convivo con un ejército de troyanos haciendo de las suyas por los meandros digitales de mi PC. Impalpables freuds y lacanes escarbando y destruyendo buena parte de lo que hay en mi inconsciente digital.
Les advierto: cuídense de Freud. Y por si acaso, también de Dios. Hay muchos farsantes por ahí.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Los uruguayos quieren desaparecer

Por Tomas Barceló
Uruguay es una provincia más de Argentina, dicen los argentinos. Y lo expresan con picardía paternal, con ése orgullo inflamado de los padres cuando hablan del mejor de sus hijos. Pudiera ser. Pero Uruguay en nada se parece a la Argentina salvo a esa porción del país que es Buenos Aires, su capital federal.
- Y –me respondería entonces un avivado porteño -:¿te parece poca cosa?
Visto el asunto desde esa perspectiva, habría que admitir que sí. Aunque las únicas semejanzas a la vista entre los porteños de uno y otro lado del Río de la Plata, es esa especial manera de hablar con el voseo arcaico del castellano; su lenta, tristona y soporífera pronunciación, de la que no se salva ni Eduardo Galeano; el regusto por el mate, y el hecho de que unos y otros reclaman para sí la paternidad de ése ícono encartonado que lleva por nombre Carlos Gardel. Además de Francia.
Comprimido entre los inmensos territorios de Brasil y Argentina, Uruguay es algo un poco más que un vecindario. Apenas existe. En un mapamundi habría que buscarlo con una lupa: un puntito asomado al Océano Atlántico. Compárese: 176.215 kilómetros cuadrados uruguayos: una cuñita de tierra que pide permiso para estar ahí, metida entre los 8.514.877 kilómetros cuadrados de espacio brasileño al norte y 2.791.810 de kilómetros argentinos al sur. Parece una provincia abandonada a su suerte, totalmente huérfana. Uno de esos países del mundo de los que apenas se habla, como si fuera ajeno a las tormentas que azotan al resto de la humanidad. Ocurre también así con países olvidados como Mongolia; o, para caer en el otro extremo, Australia. ¿Alguien pudiera decirme qué sucede hoy en Mongolia, bajo qué régimen socio –político-económico se encuentra? ¿Aún sigue siendo feudal-socialista? ¿O feudal a secas? De Australia, las últimas noticias las tuve hace más de 7 años. Ocurrió en la boda de unos amigos cordobeses. Compartía la mesa con un matrimonio que había vivido mucho tiempo allá. Lo que más recuerdo de aquella conversación de copas, es que en Australia, además de la moderna tecnología peatonal de Sydney, con aceras rodantes para que la gente camine poco, muchos jóvenes se quitan la vida porque se sienten aburridos.
Ya desde comienzos del siglo XX Uruguay se había ganado el “honroso” título de Suiza de América. Culto. Altamente escolarizado. Correcto. Transparente en sus cuentas y en su política. Un sistema democrático confiable, a diferencia de sus vecinos, que padecen una crónica corrupción en todos los órdenes. Muchos millonarios argentinos esconden sus fortunas en los bancos del paraíso fiscal que es Uruguay. El divorcio es una práctica social alcanzada a principios del siglo pasado. Cuando no es el primero en muchos de esos parámetros con los que la ONU y sus organismos múltiples suelen medir eficiencias, corrección, políticas públicas, educación, distribución del ingreso, etcétera, está entonces ubicado entre los mejores. Los homosexuales gozan del derecho de casarse legalmente. Uruguay posee la mayor libertad de prensa del continente.
En los tiempos de las dictaduras militares, tuvo también sus generales golpistas. Y, como contrapartida, la más aceitada y eficiente guerrilla urbana de la que se tuvo noticia entonces, bautizada con un nombre que alcanzó ribetes míticos: Tupamaros. Entre los tres países europizados del cono sur, es el único que conserva una pizca cultural de los esclavos africanos cuando eran colonias españolas: La murga, una danza festiva, teatralizada, de vivos colores, interpretada por blancos descendientes de aquellos europeos.
Uruguay posee una de las más altas esperanzas de vida en América Latina. Mario Benedetti, que murió hace apenas un par de meses, tenía 88 años.
Por todo eso extrañó tanto que después que el congreso uruguayo aprobara la ley para legalizar el aborto, el presidente Tabaré Vázquez la vetara.
Oh, no, imposible: Uruguay negándose al aborto legal.
Claro, un presidente no es su país. Es tan sólo su presidente. En la menor oportunidad, la ley abortista volverá de nuevo a los predios del congreso. Pero es una ley suicida para los uruguayos. Porque es el país más envejecido de América. Tiene sólo 3 millones de habitantes más un poquito. Nacen menos de los que mueren. Tabaré Vázquez debe dormir tranquilo, convencido de que tomó la decisión más correcta. Habrá dicho:
No vamos a extinguirnos, che. No mientras yo sea presidente.

domingo, 9 de agosto de 2009

Freud, yo, Eurípides, Platón, y la terapia virtual.








Por Tomás Barceló Cuesta.
Por alguna razón inexplicable –asuntos de Internet, por todo lo que entra en tu buzón sin pedirte permiso- recibo a la semana aproximadamente dos o tres correos de asociaciones psiquiátricas argentinas. Son invitaciones para asistir a tal o más cual seminario o taller. El último decía así: Alteridad: encontrando la filosofía en la clínica psicoanalítica. Sugiere leer alguna bibliografía –Platón, Eurípides-, y, muy importante, abonar ochenta pesos para tener derecho a asistir. Confieso que es demasiado para mí. Eso de la Alteridad y su relación con Platón y Eurípides, es como escalar una montaña como el Everest. Ah, y sin arneses y sogas de escalamientos y botas especiales, al mejor estilo de Tom Cruise en sus misiones imposibles. Juro que no puedo. Es sabio reconocer las limitaciones propias. Pero me gustaría asistir a uno de esos seminarios, sentarme y escuchar. Entenderé poco, lo sé. Es un lenguaje demasiado críptico. Pero siempre he tenido la voluntad de oponerle resistencia a mis limitaciones. De esa manera he logrado cosas como cocinar arroz con ajo, sazonar frijoles negros, freír huevos, reparar tomacorrientes rotos, cambiar una lámpara fundida, ponerles trampas a los ratones sin que mis dedos queden machacados, y leerme un par de veces el Ulises, de Joyce, en sesiones que me llevaron varios años de paciente lectura. Aprendí a acordonarme correctamente los zapatos a la edad de un año. No es poca cosa. De modo que si asisto a uno de esos seminarios de psicoanálisis algo, estoy seguro, aprenderé.
Recuerdo que una vez compré las obras completas de Sigmund Freud. No tenía intenciones de leerlas. Sólo quería tenerlas en mi biblioteca para darle cierto lustre. No a Freud, que para nada necesita de mí, sino a mi biblioteca. Algo que no haría con Pablo Coelho. Coelho es la peor imitación que se ha hecho de la popular Corín Tellado. Sólo que la imitación ha sido desde esa extraña mística tan de moda en estos tiempos, con profetas incluidos, que el escritor brasileño maneja tan bien desde una perspectiva comercial.
Pero pasado unos años, leí al vuelo algunos pasajes de Freud. Me interesaban sus claves para descifrar los sueños. Equivoqué la interpretación. Porque lo que ha sido para los psicoanalistas importantes puntos de partida para adentrarse en la psiquis de las personas, andar por allá dentro, encontrar el insconciente y de ahí extraer tanto material como sea posible para lograr sus salarios, para mí no ha sido más que una poética del sueño. Los poetas, por lo regular, son unos muertos de hambre. Nadie vive de la poesía. Escribir poesía es un lujo de iluminados por la dulce locura del destiempo. Algo así como beber el mejor güisqui escocés o fumar buenos puros cubanos.
Qué poéticamente, según yo –o la interpretación de mi yo- escribía Freud. Fue un insólito descubrimiento sospechar que mi madre pudo ser mi primera novia, una de mis hermanas la segunda, y alguna de mis primas la tercera. Aunque nunca se lo confesé a ninguna de ellas. No hubieran entendido. Me hubieran tildado de degenerado sexual. Pero me hubiera gustado haberle declarado mi amor a mi prima Celia: todavía conservo el recuerdo de su cabellera dorada y sus ojos azules, como pedacitos de cielo debajo de su despejada frente blanca. Y la picardía asomada a sus pupilas cuando me miraba. Mi hermana me besó furtivamente un par de veces. O yo la besé a ella. O ambos nos besamos. Fue apenas un roce de nuestros labios del que aún conservo, como una antigua huella de deseo prohibido, un eléctrico cosquilleo recorriéndome el cuerpo. Yo era un púber y ella una adolescente. Freud debió salvarme de la culpa del incesto.
Y también me enseñó a mirar mis sueños de frente. Mirarlos a la cara. Admito que algunos tienen un rostro muy feo. Facciones monstruosas. Pesadillas que me han acosado a lo largo de los años como perros fieros. Obcecadamente recurrentes. Finalmente he aprendido a vivir –o a compartir con ellas-, sin asustarme tanto, esos breves segundos que, según los especialistas, duran los sueños, pero que parecen durar la noche entera. Enumero algunos de los más sobresalientes:
1- La presencia de alguien que está ahí, rondándome. Es algo que siento sin ver, como unos ojos ocultos que me miran, una especie de peligro que me acosa. Pero nunca llego a saber del todo qué es, o quién es (ésta pesadilla debe ser por alguna pésima y prolongada influencia del peor cine norteamericano, que es casi lo mismo decir del peor cine).

2- Alguien me persigue y corro y corro pero sin lograr moverme del lugar, impedido de avanzar, como si mis pies estuvieran pegados al suelo.

3- En otra pesadilla, que vendría a ser continuación de la anterior, logro finalmente correr pero mi enemigo logra darme alcance. Me ataca. Mi vida corre peligro. Intento defenderme con una pistola que nunca logro disparar. Y las pocas veces que dispara, es un inofensivo chorrito de agua lo que sale por el cañón. Y lo peor del caso, mi enemigo se da cuenta.

4- Me veo caminando desnudo en la calle, en medio de la gente, medio avergonzado, pero no del todo. A fin de cuentas, no me desagradan los campos de nudismo.

5- Subo una escalera que nunca termina. O, en el mejor de los casos, las pocas veces que he llegado a su final, lo que me encuentro es la nada de un abismo. Trastabillo, me caigo. Estoy llegando al suelo.
Por suerte, en el peor momento, termino siempre despertándome. Creo que por eso todavía estoy vivo.
Si acudiera a algunos de esos seminarios sobre psicoanálisis, me gustaría contarles mis pesadillas. Tal vez encuentren buen material para debatir. Por el momento, con todo el derecho que me asiste, respondí el último correo que me envió la Asociación Psicoanalítica de Córdoba, lanzándoles un SOS.
Les escribí:
Estimados, hace 15 días que noche de por medio sueño lo mismo: un extraño bicho me come las tripas. Siento que mi hígado desaparece. Otro tanto el páncreas. Mi vesícula ya no existe. De seguir así, nada quedará dentro de mí.
Todavía no recibí respuestas. Quizás estén considerando el asunto, y me exijan una bonificación por Internet. De ser así, estaré jodido. Adiós terapia virtual.

jueves, 23 de julio de 2009

Según Microsoft, los cubanos no hablamos ninguna lengua

























Por Tomás Barceló Cuesta.
Fotos del autor
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, asumiendo desde mi PC las instrucciones de Microsoft Word, debo hacerlo seleccionando algunos de los distintos españoles de los que se hablan y escriben en aquellos países hispanohablantes menos en el mío. Y tan sólo -que no es poca cosa-, porque el español que se habla en Cuba no aparece en las herramientas del documento de Word para definir el idioma. Y Cuba –dejando a un lado el chovinismo con el que solemos cargar a veces los cubanos- desde los momentos en que en su historia comenzó a perfilarse como nación, todavía bajo el obcecado colonialismo español, ya, desde aquellos viejos tiempos, comenzó a producir excelente literatura. La literatura es la artesanía de la palabra. Es innecesario que en el breve espacio que me impongo en cada crónica de Ternura y Rabia, aborde esa historia. Bastaría tan sólo armar una pequeña lista de nombres -con inevitables ausencias-, que viene desde aquellos tiempos y llega hasta los actuales: José Martí y Julián del Casal (poetas precursores del Modernismo); Pablo de la Torriente Brau; Nicolás Guillén; Alejo Carpentier (precursor de lo real maravillosos denominado más tarde realismo mágico); las poetas Dulce María Loynaz; Carilda Oliver Labra; Reyna María; los poetas Eliseo Diego; Virgilio Piñera; Lezama Lima (todavía su escritura despierta perplejidades inusitadas): Guillermo Cabrera Infante; Reinaldo Arenas; Jesús Díaz; Senel Paz; Leonardo Padura; Miguel Mejides, López Sacha; y alguien que ha elevado el realismo sucio en las letras hispanas a niveles ni siquiera alcanzados por el propio Charles Bukwoski en el inglés yanqui: Pedro Juan Gutiérrez. Todavía más: la Nueva Trova Cubana iluminó a dos de los más importantes trovadores del Siglo XX: Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.
Pese a ello, Microsoft se empeña en ignorarnos como hablantes. Para Microsoft los cubanos somos mudos, despojados de habla. Pero los cubanos no sólo tenemos una tonada que por su simpática cadencia muchos en el mundo, con sano humor, intentan imitar –e imitan mal, logrando con ello una especie de caricatura verbal- sino que hablamos mucho. De puro conversadores nomás. Es quizás por ello que tenemos al hombre que más discursos ha pronunciado en la historia de la humanidad. Fidel Castro. Fidel, que estando, como está, en las postrimerías de su vida, y no pudiendo ya hablar más en plazas públicas colmadas de gente, como le gusta hacer, ahora escribe sin parar, como si dentro de su cuerpo llevara una máquina de fabricar palabras.
Hay varios elementos que le dan cuerpo a la identidad cubana: sus bailes, sus ritmos, su mestizaje. Su guapería. Su machismo pletórico de palabrería alardosa. Sus sincretismos religiosos. El alarde de su sexualidad desbocada. Todo ello revestido de un hablar florido, lleno de cálidos colores, de extroversión extremista. Uno es como habla. Máxima marxista que nos dice que el lenguaje articulado es la envoltura material del pensamiento. Añadiría yo: es la vestidura del alma. Un hablar abundante en giros idiomáticos y frases que son exclusividades verbales cubanas. En ese sentido, cada país tiene lo suyo, por supuesto. Los argentinos -que a pesar de vivir en el orto del mundo suelen creer con frecuencia que son su ombligo-, le llaman al habla popular, de cualquier país del mundo, lunfardo. Aunque el lunfardo sea tan sólo rioplatense. Pero la extensión de su aplicación a otras regiones hispanohablantes, como aporte no está mal. Porque las lenguas son animales insaciables.
Carlos Paz, minucioso investigador lingüista radicado en Miami desde hace ya unos años, tuvo la gentileza de dedicarme en 1995 su Diccionario Cubano de Términos Vulgares y Populares. Una joya del habla cubana de los años 90, y también de tiempos anteriores. Muchas de las palabras y los giros que ahí aparecen, han quedado en el camino. Era lenguaje volátil, de corta vida. Se sabe: la lengua, ente vivo y dinámico, cambia, muta, crea identidades generacionales, carcelarias, barriales, comunitarias, societarias, nacionales, regionales, y hasta mundiales Pero siempre algo queda de ese lenguaje atrevido, juvenil, fresco y procaz. Y lo que al final queda de esa floresta verbal, pierde su sentido vulgar cuando la sociedad en su conjunto se lo apropia, lo sedimenta y consolida. Se hace, pues, popular. Se integra al alma idiomática de la sociedad. Dante Alighieri, muy criticado en su tiempo por los puristas del latín más rancio, dio buena cuenta de ello.
Pese a todos esos argumentos, Microsoft sigue ignorándonos, ¡cojones! ¿hasta las cuántas? No quisiera pensar que es por el bloqueo yanqui a la isla, con casi cincuenta años de duración. ¿O si? De ser así, es tremenda mariconá.
Mariconá es palabra que bien pudiera encabezar una larga lista de términos y frases cubanos. Quiere decir que es tremenda mierda lo que nos han hecho. Ejemplo de esa posible lista pudieran ser: acere, guagua, chama, ambia, ekobio, cojonú, morronga, timbales (por cojones), resingao, fula, empingao, encabronao, papayúa, flojo de pierna, rufa, jinetera, cumbancha, melao, entimbalao, guarachear, jodedor, oye chico, no me jodas más, te parto la vida, niche (derivado del despectivo nigger yanqui hacia los negros), quei (por el cake yanqui), machango, machazo, galúa (por trompada), vete a la mierda, el coño e tu madre, tremendo jodedor; pura o puro (los padres)…, la cuenta es interminable.
Llegado a éste punto, no nos queda otra que por nuestros verocos seguir hablando y escribiendo como cubanos, a pesar de que el subrayado en rojo en nuestro documento de Word nos indique la incorrección, sencillamente porque los comemierdas de Microsoft nos siguen ignorando.
Es un problema suyo, no nuestro.

lunes, 20 de julio de 2009

El niño, los perros y el sexo en Argentina


(Zoom 2)
Por Tomás Barceló Cuesta
Foto del autor titulada Irreverencia (ganadora del primer premio en la Bienal Internacional del Humor de San Antonio de Los Baños, Cuba).
Anda por ahí una perra en celo. El fuerte olor que despide su vagina y todas sus hormonas, se expande en un radio de acción que la nariz humana no percibe, pero que el olfato canino –uno de los más finos de todos los seres que pueblan la tierra-, es capaz de sentir desde la lejanía. Acuden algunos perros. La cortejan. Hay ejemplares de todos los tamaños. Son callejeros, sin dueños, libres. Compiten entre ellos para ver cuál es el que puede enganchar a la coqueta. Casualmente en esos momentos pasa por ahí un niño de unos diez años. Sostiene una cadena en cuyo extremo hay un perro de mediano tamaño. Es uno de esos perros sin raza definida. Un mestizo, tal como lo define la veterinaria. Limpio. Bien cuidadito. De un tirón se desprende de su dueño. Llega corriendo hasta la perra, logra burlar a los otros y, después de dos o tres intentos, la penetra. Suerte, le tocó. Los otros canes se alejan frustrados. Perro y perra gozan durante un tiempito. Dos o tres minutos tal vez. El niño los observa perplejo, sin saber a ciencia cierta qué sucede. La parejita termina. Quedan trabados, cada uno mirando en direcciones opuestas. Es algo normal cuando los perros terminan de coger. Se conoce la razón: el pito del animal se hincha hasta el punto de no poderlo sacar por lo estrecho que resulta el orificio de la perra, pero pasado un tiempo, una vez terminado el goteo eyaculador del animal, el pito se deshincha y logran destrabarse. Es algo específico de la sexualidad de los perros. Después cada cual toma por su rumbo. Pero el niño no lo sabe. El niño cree que algo terrible está sucediéndole a su mascota.
Ocurrió hace unos meses atrás, en la hora de la siesta, en la ciudad de Córdoba, en Argentina, justo en la esquina de la calle Colón y Esperanto. Descubrí al niño llorando a moco tendido mientras alguna gente pasaba por allí indiferente. Le pregunté. Me señaló a los animales. Me dijo que no sabía qué hacer, ni lo que iba a decir en su casa. Lo castigarían, me dijo. Lo peor de todo era que no podía llevarse a su perro de allí porque estaba trabado con esa perra. ¿Por qué estaban trabados, qué estaba sucediendo? No entendía. Era algo muy raro, algo que no había visto antes. ¿Se morirán, señor?, me preguntó lastimosamente.
Me tomé unos minutos para intentar explicarle. Quería calmarlo. Pero él parecía no escucharme. Insistí. Traté de hacerle entender que lo que habían acabado de hacer los perros, era el amor. ¿El amor? Bueno: lo que solemos llamar “hacer el amor”. Eso no se lo dije. No entré en esos detalles conceptuales en donde el acto de coger, en su sentido más puro, puede tener algunas ligeras diferencias con “hacer el amor”. Sólo quería hacerle saber que lo que hicieron la perra y el perro solemos hacerlo todos. Algo normal. Pero, por la expresión de su rostro, me di cuenta de que estaba metiéndome en un terreno movedizo. Lo entreví en su mirada. Finalmente le dije resuelto: Tu perro tiene un pito como lo tienes tú. Se lo metió en la vagina a la perra porque ambos lo deseaban. Dentro de un rato podrás llevártelo a la casa sin problemas. Diles a tus padres que te expliquen. Cuando seas más grande y te toque tu turno, entenderás.
Y me fui de allí sin sentimiento de culpa alguno. A fin de cuentas, no soy responsable de que en más del 90% de los hogares argentinos, los padres no hablen lisa y llanamente sobre sexo con sus hijos. Y muchos menos de que en las escuelas no se implemente debidamente la educación sexual. De lo contrario, un niño no tendría que sufrir cuando su perro goza.


viernes, 17 de julio de 2009

Una pastillita, la eyaculación y el Tao del amor.


Por Tomás Barceló
(Zoom 1)
Basta, si es que no quiere eyacular en esos momentos, porque considera que es muy rápido y desea prolongar el placer suyo y el de su amante –ella debajo de usted, o usted debajo de ella, o en cualquiera de las infinitas posiciones que puedan concebirse para hacer el amor- basta, repito, con sacarla en esos momentos y presionar, no muy fuerte, con los dedos índice y pulgar en la parte posterior del glande, para que el deseo de venirse disminuya, no así su erección. Es una sencilla técnica milenaria. Una técnica oriental. China. Recomendada en esa acabada enciclopedia erótica que es el Tao del amor. Los chinos –y los orientales en general- que han disfrutado a través de los siglos de un sexo sin prejuicios, libre y feliz, sin iglesias ni Papas diciéndoles constantemente cómo han de hacerse las cosas para no pecar y así conquistar la vida eterna en el reino de Dios, sostienen el criterio de que el más profundo placer que pueda sentirse mientras se hace el amor, descansa en el objetivo conciente del hombre –del macho, perdónenme las feministas, pero intento, en lo posible, de ser objetivamente científico- en procurarle a la mujer –a la hembra, perdón de nuevo- el más prolongado y mayor goce posible. Y para ello se necesita un riguroso control de la eyaculación. La técnica manual antes sugerida, es una entre tantas. La eyaculación, sostienen los taoístas, es la espina dorsal sobre la cual descansa el Tao. No hay que eyacular. O eyacular lo menos posible. Hacer mucho el amor, sí. Pero eyacular poco. Si acaso, cinco o seis veces al año. Mientras menos se eyacule, mejor. Es saludable, además, para preservarnos de la vejez, porque nos desgasta menos. Agregaría yo que nos preserva de la muerte que le sigue a la eyaculación para tener que recurrir después a una obligada resurrección. Porque no es lo mismo morir y resucitar después, a sencillamente descansar para más tarde levantarse y proseguir la batalla. Esto último esencia taoísta.
Pienso en ello mientras veo a la conductora de un programa televisivo español anunciando las nuevas buenas: una pastillita. Se vende en un conjunto de tres comprimidos cada vez. Cada uno cuesta 15 euros. En total, 45 euros. Sus virtudes: lograr que los eyaculadores precoces puedan retardar su eyaculación durante un tiempo lo suficientemente prolongado que les asegure, tanto a ellos como a sus compañeras de cama, un disfrute más o menos pleno. Hay que tomarla tres horas antes para que surta efecto. Cero alcohol, porque éste potencia los efectos depresores de aquella. Eso, más la preocupación de tener que tomar la pastilla, son inconvenientes que pueden pasarse por alto. Su venta es por receta médica y su compra no la cubre la obra social. No faltaba más. Cada cual que se haga cargo, y pague, su gozadera. Es de esperar que muy pronto se propague por el mundo. Tal como sucedió con la Viagra. Sobre todo por Occidente, tan propenso a dejar que las pastillas asuman la solución de sus problemas. Occidente vive empastillado: pastillas para dormir, pastillas para no dormir. Cápsulas de todos los tamaños y colores que contienen la paz, el sosiego, la tranquilidad, el aliento, el equilibrio de Occidente. Para asegurar una sexualidad adecuada. Pastillas recomendadas no por los médicos, sino por la televisión –ante la cual los propios médicos sucumben-, para curar o aliviar los resfríos, los malestares estomacales, el reuma, la migraña, los dolores musculares, el cansancio. Pastillas y más pastillas que, finalmente, nos han hecho olvidar que es posible vivir sin ellas.
La pastillita de marras, en honor al milenario arte chino del control riguroso de la sexualidad, debería llamarse TAO. Eso la haría más comercial. Pero no. Su extraño nombre es PRILIGY.
Dejando el comprimido a un lado, me asalta una duda: Si los chinos, Tao mediante, han logrado ya no sólo controlar su eyaculación, sino, y gracias a ello, eyacular lo menos posible, ¿por qué son tantos? Y tantos son, que son más que otros en el mundo.
Alguien dirá: cosas de chinos. Y así es.

martes, 7 de julio de 2009

Van Troi, MacManara y una plaza para amar en La Habana.

Por Tomás Barceló
En la calle Manglar, a escasos metros de la Avenida Infanta, en la ciudad de La Habana, hay un pequeño parque bautizado a finales de los años 60’ con el nombre de Nguyen Van Troi. Sobre un pequeño promontorio una estatua, como sembrada ahí a las apuradas, intenta reproducir –con todas las limitaciones que pueda tener el cemento fundido- la figura del joven vietnamita que quiso ajusticiar a Robert MacNamara (No lo logró: fue apresado en el intento, torturado bestialmente, y después fusilado. Cuentan, además, que sus torturadores no pudieron arrancarle una sola confesión).
Van Troi intentó volar un puente por donde debía pasar el entonces Secretario de Defensa norteamericano. MacNamara, por su parte, además de mentir, fue uno de los artífices de la guerra en Vietnam. Desde su fría mentalidad de contador, concebía los bombardeos en términos de contaduría, donde las cifras de los muertos, tanto de un bando como de otro, daban un sentido a las pérdidas o ganancias probables.
Nguyen Van Troi no es ni siquiera una plaza célebre en La Habana. Es una plaza mínima, ideal para que en las noches del largo verano cubano acudan ahí parejas que por la total ausencia de lugares adecuados, sobre sus bancos desvencijados hagan el amor bajo las estrellas. Es algo muy normal. Al menos en Cuba. Sobre todo en La Habana, ciudad de sexualidad desprejuiciada. Ocurre en el Malecón. Sucede, pongamos por caso, detrás de un poste de luz, en alguna calleja mal alumbrada. Detrás de un muro. En algún placer yermo. En la escalera de algún edificio mal iluminado. Debajo de las sombras protectoras de un árbol. No hay posadas. Los hoteles cuestan dólares. Escasean las viviendas. El calor. Humedades. Los represivos prejuicios católicos sobre la sexualidad en Cuba no cuentan para nada.
Con aquellos apagones de los años 90’, el parque Van Troi fue unos de los escenarios de semejantes desmesuras amatorias. De aquellos años, conservo el recuerdo de un crepúsculo. Muy nebuloso todo, porque estaba bajo los efectos de una borrachera alcanzada con pésimo ron. Me quedé dormido en uno de aquellos destartalados bancos. Desperté de madrugada. Mi borrachera había menguado en algo. Lo que me permitió escuchar con nitidez, viniendo de aquí, de allá, de más allá, de mi izquierda, de mi derecha, de delante, de atrás, el trajinar de las parejas. Gemidos. Susurros. Ciertos movimientos. El parque Van Troi estaba sumido en la oscuridad de uno de aquellos apagones de los 90’ que duraban una eternidad.
Me fui de allí dando tumbos.
Robert MaCnamara falleció recientemente. Tenía 93 años. Se murió durmiendo. O se durmió muriendo. Para el caso es lo mismo. Estuvo en La Habana un par de veces. La última fue en el 2002. Viajó a la isla para analizar en diálogo fraterno con Fidel Castro, todo lo más posible que pudiera analizarse sobre la llamada Crisis de los Misiles de 1962, cuando 27 cohetes nucleares, emplazados en territorio cubano, apuntaban al corazón de los Estados Unidos. Iba a ser la hecatombe. Entonces ya MacNamara era el Secretario de Defensa del imperio, cargo para el cual lo convocó Kennedy. Estaba, pues, en el centro de aquel torbellino. Después de tanto tiempo, tantas aguas pasadas bajos los puentes, la revolución envejeció. También Fidel. Ni qué decir Robert MacNamara. Las tormentas se habían aquietado, los odios otro tanto, y la guerra de Vietnam ya era algo lejano, un símbolo de los años 60’, su contienda bélica por excelencia. Durante su estancia en La Habana, alguien debió acompañar al viejo halcón yanqui hasta ese insignificante parquecito habanero, situarlo ante la estatua de Nguyen Van Troi, y decirle que esa escultura era un modesto homenaje rendido al joven vietnamita que intentó matarlo, en defensa de su propio país invadido.
Pero no ocurrió así. Después de todo, no dejaba de ser un detalle insignificante. No estaba incluido en el protocolo para el ilustre visitante. Nguyen Van Troi no tuvo tiempo de realizar grandes proezas. Cuando lo fusilaron, era un hermoso joven que tan sólo tenía 19 años. Dicen que antes de que sus matadores le dispararan, con las manos atadas a las espaldas tuvo tiempo de mirarlos a los rostros y gritarles con coraje: ¡Viva Ho Chi Minh! ¡Abajo los yanquis! Eso ocurrió más de cuarenta años antes de que Robert MacNamara muriera durmiendo –tranquilamente- en la confortable cama de su habitación.

viernes, 19 de junio de 2009

La Tierra no es redonda


Cierta vez, viajando desde Córdoba hacia Bariloche en agosto del 2002, contemplé extasiado, a través de la ventanilla del ómnibus, la pampa. No miraba hacia ningún sitio específico. Es imposible hacerlo. Si acaso, algunas vacas pastando por allá o repentinamente un árbol, tan sólo un árbol -que es como decir casi nada-, me distraían momentáneamente del hipnotismo de semejante desmesura plana. Si andas y andas y andas, qué encuentras del otro lado: otro horizonte detrás del cual nada hay que no sea otro horizonte adonde se arriba, andando, a otras planicies como las dejadas atrás. No hay principio ni fin. Nunca llegas a ningún horizonte.
Me dije entonces: Es imposible, la Tierra no es redonda.

Tomás Barceló Cuesta

19 de junio de 2009

2:32 de la madrugada

martes, 16 de junio de 2009

Momias vivientes (I)




Retrato de Nacha Guevara

Alguna vez asistí a un teatro de La Habana para disfrutar de un concierto de la ya entonces mítica Nacha Guevara. Ojerosa. Despeinada. Flacucha. Pómulos pronunciados. Parecía diluirse en las tonalidades quebradizas de su voz de mezzosoprano. Había algo en ella que la hacía apetecible. Tal vez su magro cuerpo de hippie arrabalera. ¿O eran acaso sus inmensos ojos que parecían contener su Buenos Aires lejano; ése Buenos Aires tan caro siempre para los cubanos? Los cubanos de entonces adoraban a la Nacha de noche, entre ellos yo. Y a pesar de la impresión que se tenía de su endeble cuerpo, como si fuera incapaz de resistir un fuerte abrazo sin quebrarse, más de uno hubiera querido poseerla. Yo entre ellos.
Pasó el tiempo y su nombre se perdió. ¿Dónde estaría Nacha Guevara? Su nombre y su figura hechos como de humo –que conservábamos desde los recuerdos-, nos llegaban a través de los ecos que daban cuenta de sus triunfos artísticos. Nada más.
Ahora, hela aquí. Creía ingenuamente que hoy fuera una de esas mujercitas bordeando la ancianidad, que llegan al final de sus vidas arrastrando a duras penas su carga de huesos desarmados. Una actriz gloriosa, sin duda, pero dispuesta para el retiro. Una abuelita flaca amando a sus nietos, contándoles anécdotas de su vivir festivo en el mundo del teatro y el canto.
Es otra mujer. Es cierto que su piel conserva la misma blancura, y esa extraña textura floral. Pero es otra Nacha. El botox y el bisturí han hecho buena obra. La silicona le ha permitido tener unos labios más gruesos, más besables; sus pómulos no son tan prominentes. Tiene ya 69 años. Acaba de interpretar en el teatro, con éxito y durante un largo tiempo, a Eva Perón. Y Eva perón, al morir, tan sólo contaba 33 años. Nacha Guevara, a punto de traspasar los umbrales de los setenta, a duras penas aparenta 40.
Está ahí, respondiendo con mesura e inteligencia, las preguntas que le hace el conductor del programa televisivo. Lleva puesto un vestido sencillo. Sus piernas de gacela cruzadas. El timbre de su voz parece ajustado a la edad que representa y no a la que realmente tiene. Una voz que brota de la caja de resonancia de un cuerpo deseable. Pero con el valor agregado de la sabiduría de una septuagenaria.
El lifting, el botox, y la silicona, más una dieta prolongada de vegetales y la mano diestra del cirujano plástico, armaron a esos huesos -que antaño contenían a otra Nacha Guevara-, con lo necesario para convertirlos en una mujer definitivamente hermosa. Ésta Nacha, además de joven, es bellísima. Hay que admitirlo.
Rastreé y encontré, en los indiscretos archivos de Internet, algunas fotos de la otra Nacha Guevara, la del exilio. Aquella Nacha que por primera vez descubrí en un teatro habanero, diluyéndose en las modulaciones de su voz. Quería comparar. Admito que me equivoqué: aquella Nacha de pómulos sobresalientes, de dientes algo grandes, de labios menos carnosos, de ojeras profundas (ojos sumidos en una especie de insomnio doliente), ya no existe. Y es una pena: su cuerpo era un fino tallo plantado en medio del escenario, y en su cima, rematando la armonía vegetal, la flor de su rostro con los pistilos de sus cabellos desordenados. Rara flor que terminó desapareciendo para que de sus restos surgiera esta otra mujer, una de las tantas más o menos bellas -muy parecidas-, que existen en el mundo, confecionadas en las salas de artesanía de la cirujía plástica.
Tomás Barceló Cuesta
Córdoba – 15 de junio del 2009

miércoles, 10 de junio de 2009

Orine al aire libre

Es un placer profundo orinar en la tierra. Dejar caer el chorro y observar cómo, además del ruidito que hace, se forma la espuma y se mezcla con el polvo para, acto seguido, ver aparecer el pequeño círculo de humedad, como un aporte de nuestros riñones a la irrigación del suelo. Es una auténtica manera de sentir que uno sigue perteneciendo al mundo animal. Que uno es, a fin de cuentas, un animal. Es otra cosa: una pequeña licencia que nos permitimos de integración con la naturaleza, contrario a tener que orinar en el inodoro y después halar la cadena. Ocultos tras las opresivas paredes del baño. Orinar a cielo abierto es un pequeño acto de libertad.
Azarías, el personaje central de Los santos inocentes, novela del español Miguel Delibes que Mario Camus llevó al cine, realizando una obra de arte de algo que ya lo era en términos literarios, orinaba a campo descubierto. Campesino al fin. Y solía, con frecuencia, orinarse las manos para calentarlas un poco ante la humedad y el frío circundantes. Era un retrasado mental, que cuidaba de una milana como si se tratara de una hija. El único afecto que tenía en el mundo. Su función, por la que no cobraba ni un céntimo, consistía en azorar a las perdices para que el amo del cortijo (los sucesos transcurren en Extremadura) pudiera dispararles mientras alzaban el vuelo. Un día el amo, ante la ausencia de perdices, y no teniendo a qué dispararle, le disparó a la milana de Azarías, y la mató. El retrasado mental termina vengándose. Ante la primera oportunidad, lanza desde la altura de un árbol una cuerda que rodea el cuello del señor. Haló hacía arriba con sus fuertes manos curtidas de orines. Haló duro. Con fuerza. Quienes no han leído el libro, o visto la película, podrán imaginar el final.
Recuerdo ahora Los santos inocentes porque hace apenas un rato oriné en plena vía pública. Específicamente, en la Plaza Jerónimo del Barco. Recién salía de una consulta odontológica. Sentí de prontos deseos de orinar. Atravesaba deprisa la plaza cuando descubro un niño, de unos ochos años, arrimado al tronco de un árbol mientras descargaba su vejiga con la mayor tranquilidad del mundo. Me acerqué. El niño me miró sin inmutarse. Me arrimé y ahí mismo hice lo que él hacía: orinar. Sencillamente eso. Regar el árbol con mis orines. El niño sonrió con cierta complicidad. Se fue. Unos segundos después lo hice yo. Desde un extremo de la plaza vi la figura de un policía avanzar hacia mí. Apresuré el paso. Terminé fugándome, sin mucha prisa, por una de las calles colindantes. Y pensé en esas pequeñas libertades que vamos perdiendo, tal como Azaríaz perdió su milana por el disparo criminal del señor del cortijo. Y, para siempre, la posibilidad de seguir meando sobre la tierra.
Tomás Barceló Cuesta
10-06-2009

sábado, 23 de mayo de 2009

MONDINO y el adiós al acné
























Por Tomás Barceló Cuesta.
MONDINO, nombre que en la propaganda política del gobierno de la provincia de Córdoba ha debido costar unos cientos de miles de pesos. Es el candidato del oficialismo provincial en la carrera a destiempo para ocupar una de las bancas del senado de la nación. Un nombre que por sí solo, por su peso, y hasta por su sonoridad, debería ganar. Todos saben a quién pertenece: al ombudsman, al defensor del pueblo argentino que durante los últimos años ha oficiado como tal. Es un hombre basto, carón, de expresión neutra. Parece sacado de un tambo, despojado de su indumentaria de granjero y puesto ahí, con su traje a la medida, bien maquillado, peinado y rasurado, para que cumpla dignamente su rol de candidato en campaña. Cuando discursea, lo hace con movimientos de robot (sus asesores deberían recomendarle algún relajante muscular antes de sus presentaciones tribunicias, o ese tipo de respiración yoga, diafragmática, tan eficaz para ocasiones como esas). Sabía de su existencia, ¿quién no sabe que hay un defensor del pueblo aunque a ciencia cierta no sepamos de qué nos defiende?, pero nunca había visto su rostro, hasta sus recientes apariciones en la televisión. No imaginaba que su rostro –el verdadero- estuviera tan devastado por el acné juvenil. Existe toda una teoría popular de que el excesivo acné juvenil es producto de una masturbación descontrolada. Eso les jode la cara a los púberes. Pero no habría que pensar que nuestro defensor tiene semejantes estropicios faciales debido a excesos onanistas durante su adolescencia.
Ha sido el primero de los candidatos de las distintas facciones políticas de Córdoba, en inundar con su presencia las calles de la ciudad. Repetidas hasta el aburrimiento, vallas con su rostro en primer plano, y algo más atrás, el de su mentor, el gobernador Juan Schiaretti quien, como un sello de garantía, esboza un gesto y una sonrisa que bien pudieran traducirse en algo así como: "Este es mi hombre, voten por él y no jodan más". Mediocridad subliminal. Pero las vallas, de todos los tamaños, en letras tan sólo tienen impreso MONDINO. Eso debería ser suficiente ¿no? Como el nombre de algunos de esos nuevos desinfectantes para baños que ahuyentan el mal olor. Quién no desea que su baño tenga fragancias florales y no olores a mierda.
El mayor logro está en el excelente trabajo de Photoshop que se hizo para disimular los horribles cráteres lunares en el rostro de nuestro obdudsman. Reglas Nº 1 de la publicidad: la apariencia es lo más importante. Lo demás es secundario. La propaganda pudiera rezar algo así como: MONDINO, nuestro hombre del peronismo cordobés. Aunque nunca faltará una mano clandestina que sobre su remozada cara escriba cualquier barrabasada. Si le hacemos caso a las encuestas, el producto MONDINO no se comprará. Algo que a nadie parece importarle mucho. A la vuelta de un par de meses ya estará olvidado. Los tiempos de los mercados corren deprisa. Desaparecerá de la misma vertiginosa manera conque apareció.

jueves, 21 de mayo de 2009

El hombre del instante preciso







Entrevista concedida al periodista Sebastián Sigifrido, de la revista El Vernáculo.




¿Cómo te iniciaste en el fotoperiodismo?
Después de estudiar durante un año fotografía deportiva, organizado por la Unión de Periodistas de Cuba y el Instituto Nacional de Deportes, comencé a trabajar en esta última institución al tiempo que publicaba mis trabajos en la revista LPV, patrióticas siglas que quieren decir: Listos Para Vencer.
Recién había salido del ejército, después de cumplir 3 años de Servicio Militar Obligatorio. Ese “encierro” obligado en una unidad militar, me soltó con una úlcera duodenal y mucha bronca con el mundo. De modo que me tomé esos estudios de fotografía, más que como vocación, como una manera de protegerme a mí mismo para no caer en un estado de desidia y ante el peligro de que me detuvieran y me aplicaran la llamada Ley del Vago, que en esos momentos existía en el país. Ése fue el impulso inicial. No tenía mucha idea de periodismo ni de nada salvo que, con la oportunidad de realizar estos estudios y la posibilidad de trabajar como fotógrafo después, no tendría que romperme el lomo trabajando como jornalero agrícola, algo que ya había hecho siendo apenas un adolescente, o en la construcción u otros trabajos igual de duros. En el instituto de deportes trabajé durante cinco años, cubriendo eventos y competencias deportivas y escribiendo y publicando alguna que otra crónica.

¿Quiénes fueron tus “maestros”? ¿Cuáles son tus influencias?
Tuve varios maestros, pero los dos más importantes fueron Rogelio Moré y Osvaldo Salas. El primero era además pintor. Tenía un sentido de la composición y del manejo de la luz, estrictamente pictóricos. Osvaldo Salas era un fotógrafo que vivió muchos años en los Estados Unidos. Había retratado a reconocidas estrellas norteamericanas del deporte y del cine. Hacía muy buenas impresiones en el laboratorio, además de solarizaciones, muy de moda por aquellos años. Era un constante innovador, era incansable. Pero todo eso no me interesaba tanto de él como las sorprendentes imágenes que lograba tomar de la cotidianidad de la vida.
En cuanto a influencias, nadie puede escapar de ellas. Pero el hecho de trabajar inicialmente la fotografía deportiva, me entrenó mis reflejos, que ya de por sí fueron siempre muy buenos. Con el tiempo empecé a interesarme más por los aspectos formales de la imagen, y mi vista se dirigió entonces, más allá de las tareas dentro del periodismo, a otros asuntos que, creo yo, tienen que ver con la aprehensión de cierta metáfora del instante. Era retratar el acontecimiento con las equivalencias posibles de los elementos que lo integran, con una composición que para mí resultara perfecta.
- En tu forma de trabajar siempre se conjuga la fotografía y la escritura ¿Ello obedece a que la imagen o el texto por si solos no siempre son lo suficientemente esclarecedores cómo quisieras?
Antes te contaré una anécdota: cuando tenía 14 años, leí en tan sólo unas pocas horas y de un tirón, una novela tan alienante y maravillosa a la vez como es Crimen y castigo. Me dejó turulato por unos cuantos días. Con esto quiero decirte que sufro de una compulsión casi enfermiza por la lectura. Fue el primero oficio que aprendí medianamente bien: el de lector. Ad honoren. Pero me sirve de refugio, a la par que a través de ella intento darme otra explicación de la vida. Con la escritura me sucede otro tanto, pero desde la construcción. Escribo la vida como yo la siento. O la imagino. La fotografía es distinta. Hay algo ahí que hay que retratar. Uno debe tener presente siempre eso. Cosas que suceden, que existen. Hay que mirar bien, y captar mejor, parte de lo que acontece en la realidad, con la intención de hallar otros mensajes que subyacen bajo su piel y que, en apariencia, no son vistos. A veces descubro en fotografías que he tomado, otras cosas que no percibí en un primero momento. En ocasiones, personas muy cercanas a mí son quienes hacen estos descubrimientos. ¿Esto qué viene a demostrar? La incapacidad de cualquier arte de representación –y la fotografía lo es, así como la narrativa, y hasta el defenestrado periodismo- de no ser esclarecedor de nada. Hay un amplio margen de subjetividad en todo. Y eso es lo fascinante. No se esclarece nada. Es nuestra mirada que construye algo distinto. No por gusto Albert Einstein es uno de los más grandes hombres que ha tenido la Humanidad. Su Teoría de la Relatividad viró el mundo al revés.

Respecto a la escritura, te has desempeñado tanto en el periodismo como en la literatura y también has incursionado ampliamente en la crónica. En tal sentido, ¿Tienes preferencia por algún género al momento de escribir una historia?
Dentro de la narrativa, prefiero el cuento. Es el más difícil, y requiere de una intensidad que no le hace tanta falta a la novela, que es un género de largo aliento, y más libre. Escribir un cuento medianamente bueno siempre es un desafío. Somerset Maugham sostenía que a toda novela, por muy buena que fuera, le sobran siempre una buena cantidad de páginas. Con el cuento es imposible. No puede tener muchas páginas, y las que tenga deben ser las que requiera. Ni más ni menos.
Del periodismo me gusta mucho realizar entrevistas de personalidad. Pero de todo, lo que más prefiero es escribir crónicas, porque conteniendo una buena dosis de periodismo -que en sus mejores intenciones intentará siempre la búsqueda y revelación de la verdad-, posee a su vez la subjetividad propia de la literatura. Dentro de la narrativa en general, es el género que más se ajusta a la dinámica vertiginosa de la vida.

Dentro del fotoperiodismo te has inclinado por la foto-documental ¿Qué te atrae particularmente de ese registro?
No estoy muy convencido de que mis fotos sean absolutamente documentales. Tampoco sé dónde encasillarlas. Mis compañeros de periodismo solían decir que mis fotos eran muy artísticas. Y algunos fotógrafos dedicados a la llamada fotografía artística, que eran muy documentales. De todas maneras, si tuviera que escoger entre una u otra, me quedaría con la fotografía documental. Es algo más preciso y directo. El concepto de fotografía artística me resulta ambiguo.

Las luchas sociales no te resultan ajenas y esto se refleja con claridad en tu obra ¿Cómo piensas la idea del intelectual comprometido con su tiempo?
Soy un hombre cuya actividad profesional tiene que ver con el mundo intelectual. Eso, en la vida de cualquier persona, es azaroso. Es lo menos importante. Algo que se ajusta al cumplimento de un deseo o una vocación. Pero en primer lugar, y por encima de todo, soy un hombre. Y mi mirada de hombre hacia el poder, es de absoluta desconfianza. Esto, de alguna manera u otra, se refleja en parte de lo que escribo o fotografío. El mundo está sostenido sobre un sistema absolutamente injusto, que es el capitalismo. Y sólo es posible cambiarlo mediante los movimientos populares revolucionarios y que estos, después, no sucumban al poder de un líder absoluto. Hubo intelectuales, los menos, que a lo largo de la historia se comprometieron con las causas más nobles, aquellas que estaban dirigidas a la reivindicación de las clases más desposeídas, los olvidados de siempre. Zola, defendiendo a Dreyfus a finales del siglo XIX; el poeta Miguel Hernández, cuya vida el franquismo quebró en una cárcel. José Martí, que, además de ofrecer su vida por la independencia de su país, escribió un texto fundacional donde reivindica al indio americano, en tiempos en que Sarmiento escribía sobre civilización y barbarie. El inclaudicable Eduardo Galeano. Che Guevara, figura ya mítica devenida en el símbolo esencial de la acción revolucionaria y el pensamiento más progresista del siglo XX. Hoy, en Argentina, reivindico a una figura como Osvaldo Bayer. Y, en forma colectiva, en una escala menos gloriosa tal vez, al movimiento nacional Carta Abierta, en el cual milito desde Córdoba, que sin encolumnarse con el gobierno nacional, le reconoce a éste todo lo positivo que ha hecho, al tiempo que le señala las muchas tareas pendientes, desaprobándole sus oscuridades y errores. Es un movimiento de intelectuales de diversas tendencias ideológicas que desde un espacio común, y salvando diferencias, intenta producir pensamientos e ideas opuestos al discurso hegemónico y vertical de los grandes medios, en la mayoría de los cuales, otra gran masa de intelectuales –a mi juicio salvaguardas del poder de estos últimos y de la oligarquía-encuentran su nicho de acción y pensamiento. Pero en general, los intelectuales son seres narcisistas, por demás insoportables, ovillados en su propio ombligo, adorándose como dioses únicos de sí mismos.

Puede señalarse que el fotoreportero que vivía en La Habana hasta fines de los 90’ y el que hoy está radicado en Córdoba es el mismo... Sin embargo, ¿Considerás que tu trabajo ha seguido una misma línea de continuidad entre Cuba y Argentina? ¿El cambio de “hábitat” trajo aparejado cambios –avances, retrocesos, rupturas, etc.- en algún plano?
No. Mi vida giró en 180 grados. De ejercer un periodismo constante, sin interrupciones, viajando de aquí para allá, a pasar de pronto a un aula y volcar ante una cantidad aproximada de 200 alumnos, mis modestos conocimientos para su introducción a la fotografía periodística. Es otro aprendizaje para mí, debo reconocerlo. Por otro lado, asumiéndolo de manera aún más positiva, puedo dedicar más tiempo a la escritura. Y a la fotografía, pero desde una mirada más rigurosa, ajena a las presiones del periodismo. Y a sus censuras editoriales e ideológicas, que siempre existieron en cualquier lugar del mundo. Hoy más que nunca.
De todas maneras, aun sigo publicando crónicas, entrevistas y reportajes en revistas como Recovecos. He publicado en la Voz del Interior, en Hoy día Córdoba, en publicaciones importantes de la RED, como rebelión.org, y otras. No puede vivir sin hacer periodismo, de una u otra forma. También mantengo mi blog personal: http://www.ternurayrabia.blogspot.com/ y mi sitio web: http://www.tomasbarcelo.com/

La enseñanza es otra de las actividades que desarrollás en Córdoba. La situación de la educación en Argentina no es óptima: la inversión del Estado es escasa, el rol del docente está desvalorizado, los sueldos son magros, ¿Qué te hace continuar con esta tarea? ¿Lo sientes -lo vives- como una vocación?
Mi vocación no es la docencia. Pero siempre me gustó enseñar. Suelo ser muy paciente con aquellas personas que por alguna razón u otra requieren de mí que les enseñe algo que yo sé. Debe ser porque a la vez yo soy un constante demandador de información, y hasta de enseñanza, por mi curiosidad congénita. Siempre estoy preguntando, queriendo saber algo. Intento no quedarme con ninguna duda. Partiendo de esa premisa personal, me siento cómodo entonces con la enseñanza. Y de paso, aprendo enseñando.

Existe una vieja discusión que tiende a enfrentar a quienes defienden la ‘formación académica’ en contra de aquellos que reivindican una ‘formación de oficio’, ¿Se puede “enseñar” a ser fotoreportero? ¿Cuáles son los límites que se plantean?
Las escuelas de comunicación social, donde, entre otras especialidades se forman también periodistas, muchas veces contienen un excesivo academicismo. Es cierto. Tendrían que hacerse ciertas reformulaciones de los programas en las que se busque un equilibrio entre teoría y praxis. El aprendizaje teórico es necesario, hasta muy importante. Pero la práctica lo es otro tanto. De hecho, grandes periodistas de la historia, y otros tantos que hoy ejercen esa profesión, nunca traspasaron las puertas de facultad alguna. No se licenciaron de nada. Yo mismo estudié periodismo muchos años después de tener ya consolidado un prestigio profesional.
Con el fotoperiodismo ocurre otro tanto. La mayoría de los fotorreporteros ejercen el oficio sin haberlo estudiado. Pero con la fotografía, a nivel de academia, ocurre algo desastroso. Las escuelas de comunicación no le conceden el interés que merece. Contienen tan sólo magros programas, con escasos recursos humanos y técnicos. Algo increíble en una época dominada por la imagen cuyo soporte principal es la fotografía. Herramienta importantísima de manipulación de los mensajes, razón por la cual, pienso que desde edades tempranas se le debe enseñar a los niños el estudio de la imagen. Una asignatura cuyo nombre debiera ser sólo eso: Imagen. Debió implementarse desde hace años. Es un lenguaje definitivamente asentado, con su particular gramática de construcción.

Por último ¿Qué consejos les darías a los jóvenes que desean iniciarse o comienzan a transitar la senda del fotoperiodismo?
No soy muy bueno dando consejos. Pero si de algo pudiera servirles a esos hipotéticos jóvenes, les diría que el 90% de la mirada que han de lanzar sobre la vida no debe ser nunca complaciente, dando por hecho de que lo que tienen ante sus ojos puede ser de otra manera y no como aparentemente se muestra. El 10% restante, dedicarlo a otorgarle una correcta composición a lo que ven y accionar el obturador en el instante preciso.

lunes, 20 de abril de 2009

¿Dónde está el ombligo de la ciudad?


Por Tomás Barceló Cuesta

Las ciudades son espacios de la despersonalización. Aquí, por ejemplo, en este poste, algo que pudiera ser una nimiedad: un filósofo, para anunciar la venta de sus consejos filosóficos, tal vez con la ayuda de la cartomancia, pegó un pequeño cartel del que sólo puede leerse Metafísica, arte de ser feliz. El resto del anuncio que no dudamos sea sustancioso, además de contener dirección, teléfono, y horarios de consulta, quedó cubierto por otro cartel, de un tamaño más o menos parecido, en el que se convoca a una marcha ciudadana que ocurrirá quince días más adelante, para reclamarle al gobierno que no suspenda el apoyo a las escuelas públicas porque afectará a miles de niños, y de paso defiende la educación para todos, haciendo además una defensa del maestro público. Es un reclamo de una de las dos centrales de trabajadores más poderosas del país. Sus afiliados suman millones. Uno piensa que es demasiada gente disputándole un espacio a un solo pobre filósofo.Un cartel niega al otro, al superponérsele. Le roba el espacio que el primero consiguió con no poco esfuerzo. Porque apenas quedan lugares donde poner nada, donde pegar cualquier cosa, siquiera un mínimo letrero que anuncie Afilo tijeras y cuchillos. Aunque el pretendidamente negado, el que anuncia la posibilidad de conseguir la felicidad mediante una metafísica doméstica, pugna por salvarse, dejando ver su encabezamiento. Así, de esa manera, la ciudad, al menos esta parte denominada “el centro”, que viene a ser algo así como su ombligo, es un terreno de nadie. Un duro campo de batalla. Aquí se dirime la atención del ciudadano. Se le arroja a sus ojos, constantemente, segundo tras segundo, paso tras paso, las miles de maravillosas cosas que puede comprar: desde tijeritas ideales para cortar los pelos de la nariz, un tornillo para colgar un cuadro en la pared, medicamentos, libros, trajes, vestidos, zapatos, desodorantes que nunca te abandonan, juguetes, papelerías, inmobiliarias, juegos de azar, kioscos, bares, café, desayunos, comidas, dulces, panes, bebidas, y un sinfín de productos que juntos suman millones y millones. Millones. Para cada uno de estos sitios de expendios, hay un indicador. Un llamado. Un anuncio: Ven y compra. La resistencia es débil. Apenas existe. Siempre habrá quien se adelante a una cefalea, o a un insomnio, y compre el remedio antes que la enfermedad. Es imposible resistirse.Es una bella selva el centro.Pegatinas, pequeños anuncios. De medianos tamaños, otros más grandes, algunos gigantescos, ubicados convenientemente en esquinas y zonas estratégicas, que cubren fachadas enteras de edificios donde aparecen esas modelos semidesnudas anunciando perfumes, desodorantes, lencerías, vestidos, algunas de las cuales con mal disimuladas expresiones de vampiras tragahombres, y otras, con expresiones que lindan lo angelical con lo pornográfico (pudiera sospecharse por ello un crecimiento en la cifra de violadores). Algunas de las modelos aparecen perniabiertas, con bombachas transparentes que insinúan, pero nada dejan ver, aunque los machos al pasar creamos que sí, llevándonos la ilusión de haberles “visto eso”, y haberlas “poseído” con un orgasmo mental tan fugaz que su duración alcanza tan sólo los segundos de tránsito ante el anuncio. Hay dos o tres iglesias, frente a las cuales, cuando pasan, hombres y mujeres se persignan. En la entrada de una de ellas, desde los remotos tiempos de su construcción, hay una mujer sentada, cuyo rostro es inmutable. Piel oscura, renegrida de sol y frío. Piel de otros tiempos. Parece de piedra. Una escultura al estilo de Guayasamín. Siempre está ahí. Siempre ha estado ahí. Es muy probable que en el momento en que se puso el último ladrillo que dio por concluida la construcción del templo, en ese instante esa mujer plantó su presencia para que la iglesia tuviera su ornamento de pobreza, algo muy vinculado a la cristiandad, marketing del catolicismo. Su figura se ha vuelto imprescindible, tal como sucede en casi todas las iglesias de los pueblos y ciudades de Latinoamérica. Eso contribuye a que los más pudientes, lo mismo al entrar al templo como al salir, tengan la oportunidad de limpiar sus almas dejando caer una limosna en la mano oscura, siempre dispuesta a recibirla. Una especie de alcancía del dolor. El centro cubre varias manzanas. Irradia concéntricas ondas mercantiles hacia todas direcciones. Hay un kiosco de periódicos, donde proliferan las revistas a través de las cuales la televisión extiende sus tentáculos de ilusión. ¿Dónde está en fin, el ombligo de la ciudad? Puede ser el trasero deformado por el lente gran angular de esa vedette sensual, que desde un afiche en venta el Che mira con furia y desde otro afiche, en venta también, Cristo observa con piadosa curiosidad.