martes, 13 de enero de 2009

Un retrato de Fidel Castro

Por Tomás Barceló Cuesta
Una de las tantas ocasiones en las que como fotógrafo cubrí una actividad con Fidel Castro, ocurrió en la Marina Hemingway. No preciso la fecha. Pero sí que en un momento, bajo un sol de media tarde que rajaba las piedras, nos vimos todos, periodistas y demás personas, entre las que se encontraban también algunos niños pioneros, rodeando la figura del comandante. Sudábamos copiosamente, achicharrándonos con aquel calor infernal.
En el pequeño acto improvisado, alguien hablaba. Fidel Castro permanecía callado, observando y escuchando con atención. Después de moverme de un lugar a otro, buscando mejores ángulos y haciendo fotos, terminé ubicándome muy cerca de su figura, en un lugar privilegiado. Siempre, en las decenas de actividades que reporté estando él presente, mi preocupación fue la de todo reportero que, en semejantes circunstancias, intenta captar la instantánea donde el personaje aparezca ubicado en el lugar conveniente con el escenario de fondo y los elementos que lo rodean -personas sobre todo-, contribuyendo a realzar su figura, tal como ha sucedido con los estadistas y líderes que en la historia del mundo han sido.
En un momento dejé de fotografiarlo. Me sentía agotado, el calor me aplastaba. Me senté en el piso para tomar un descanso. Entonces pude, con tranquilidad, posar mi mirada en el rostro del hombre. Nunca antes había tenido la oportunidad de hacerlo, al menos desde tan corta distancia sin la presión de tener que retratarlo. Estaba a unos escasos metros de mí. O yo de él. Me preguntaba cómo era posible que se mantuviera dentro de su traje verde olivo bajo aquel sol abrasador, con su chaqueta cerrada hasta el cuello, sin que nada en su rostro -un gesto repentino, un mohín, una mueca-, denotara contrariedad o desagrado alguno. La eterna gorra encasquetada sobre su cabeza. Algunas gotas de grueso sudor le corrían por la frente. Sólo eso. Por esa época, ya asomaban debajo de sus ojos esas bolsas que con el tiempo se hicieron más notorias, otorgándoles esa expresión de acusado cansancio en su rostro de anciano. Es decir, en esos instantes, observándolo sin que él se diera cuenta, creí descubrir su ya inocultable vejez. Era algo sorprendente. Porque sin que nos diéramos cuenta, ése agitador nato que siempre fue Fidel Castro; abogado que asumió su propia defensa después de fracasar en el intento de apoderarse de un cuartel militar en Santiago de Cuba para arengar desde ahí al pueblo cubano para la sublevación contra la tiranía de Batista, permitiéndose en su alegato el lujo de predecir, con absoluta seguridad, lo que haría cuando asumiera el poder; ese presidente incansable cuya vitalidad y energías terminaron destrozando los nervios de varias generaciones de guardaespaldas; ése estadista que había salido airoso de cientos de intentos de asesinato de la CIA; ese tribuno que impuso récords mundiales de discursos sin pausas conversando durante horas con el pueblo en la Plaza de la Revolución, donde con frecuencia, sin que le temblara la voz en aquellos primeros actos maratónicos, solía gritarle a los yanquis hijos de perra; ese trashumante feroz en el tiempo, insomne contumaz, voraz lector que consumía todos los días cientos de páginas de periódicos e informes para estar al tanto de lo que sucedía en el mundo, que leía por igual a escritores tan dispares como García Márquez y Stephen Hawking; artífice de reformas agrarias, de planes de alfabetización, de campañas azucareras; estratega militar que desde su oficina en el Consejo de Estado, desplegando mapas militares sobre su buró de trabajo, fue capaz de dirigir con éxito más de un combate librado por tropas cubanas en escenarios bélicos en países tan distantes como Etiopía o Angola; impulsor de planes lecheros para intentar distribuirle leche a toda la población que terminaron en un rotundo fracaso; creador de una solidaridad mundial de la educación, que lo llevó a becar a miles de estudiantes provenientes del Tercer Mundo para que cursaran gratuitamente las más disímiles carreras en Cuba; que había desperdigado por el planeta a calificados profesionales de la medicina, la educación, el deporte; que a través de los años había sembrado, con clandestina eficiencia, decenas de espías en territorio norteamericano para preservar la integridad de Cuba; que colocó al mundo al borde de la Tercera Guerra Mundial, desplegando en territorio cubano veintisiete cohetes nucleares rusos apuntando al corazón de los Estados Unidos; padre de varios hijos, de los que nunca habló públicamente porque resguardó con celo su intimidad personal; ese mito de hombre ya era un viejo, un inminente anciano. Su rostro denotaba un profundo cansancio, como si el motor interno de su cuerpo, que lo llevó a lo largo de cuarenta años a vivir constantemente en el huracán arrasador de una existencia sin descanso, se estuviera apagando ya, vencido por el implacable tiempo.
Lo observé durante un largo rato. De repente, sin yo esperarlo, giró la cabeza y sus pupilas se posaron en mí. Durante unos segundos nos miramos. Sostuve su mirada de la mejor manera posible. Sentí que me taladraba. De pronto, como tocado por un invisible rayo, sus ojos se avivaron, cobraron fuerza, brillaron, volvieron a ser agudos y penetrantes. ¿Qué vio en mí, qué evocación le trajo ese hombrecito que era yo, sentado en el suelo, a la altura de sus botas de comandante, con una cámara fotográfica en las manos? Pensé que lo mejor que podría hacer, era tomarle una fotografía. Porque raras veces los míticos hombres como Fidel Castro, aparecen retratados mirando al lente de la cámara, imagen que de lograrse y darse a conocer más tarde, posarán sus ojos indefectiblemente y para siempre en todo aquel que se detenga ante ella. Pero la mirada de los líderes suelen tener otros alcances, suelen dirigirse hacia un punto distante e impreciso, ubicado más allá, por encima de todos. Alcé mi cámara a la altura del rostro, hice un encuadre, y en los momentos de accionar el obturador inmediatamente él dirigió la vista hacia otro lugar, tal vez hacia ese punto impreciso donde miran los hombres que se saben dueños de un poder absoluto.
La mirada de un hombre puede decirnos muchas cosas. Pero la lente de una cámara es inescrutable, peligro latente ante el cual siempre estaremos indefensos. Inclusive los hombres que detentan el poder.
2005 - 2008.