lunes, 20 de abril de 2009

¿Dónde está el ombligo de la ciudad?


Por Tomás Barceló Cuesta

Las ciudades son espacios de la despersonalización. Aquí, por ejemplo, en este poste, algo que pudiera ser una nimiedad: un filósofo, para anunciar la venta de sus consejos filosóficos, tal vez con la ayuda de la cartomancia, pegó un pequeño cartel del que sólo puede leerse Metafísica, arte de ser feliz. El resto del anuncio que no dudamos sea sustancioso, además de contener dirección, teléfono, y horarios de consulta, quedó cubierto por otro cartel, de un tamaño más o menos parecido, en el que se convoca a una marcha ciudadana que ocurrirá quince días más adelante, para reclamarle al gobierno que no suspenda el apoyo a las escuelas públicas porque afectará a miles de niños, y de paso defiende la educación para todos, haciendo además una defensa del maestro público. Es un reclamo de una de las dos centrales de trabajadores más poderosas del país. Sus afiliados suman millones. Uno piensa que es demasiada gente disputándole un espacio a un solo pobre filósofo.Un cartel niega al otro, al superponérsele. Le roba el espacio que el primero consiguió con no poco esfuerzo. Porque apenas quedan lugares donde poner nada, donde pegar cualquier cosa, siquiera un mínimo letrero que anuncie Afilo tijeras y cuchillos. Aunque el pretendidamente negado, el que anuncia la posibilidad de conseguir la felicidad mediante una metafísica doméstica, pugna por salvarse, dejando ver su encabezamiento. Así, de esa manera, la ciudad, al menos esta parte denominada “el centro”, que viene a ser algo así como su ombligo, es un terreno de nadie. Un duro campo de batalla. Aquí se dirime la atención del ciudadano. Se le arroja a sus ojos, constantemente, segundo tras segundo, paso tras paso, las miles de maravillosas cosas que puede comprar: desde tijeritas ideales para cortar los pelos de la nariz, un tornillo para colgar un cuadro en la pared, medicamentos, libros, trajes, vestidos, zapatos, desodorantes que nunca te abandonan, juguetes, papelerías, inmobiliarias, juegos de azar, kioscos, bares, café, desayunos, comidas, dulces, panes, bebidas, y un sinfín de productos que juntos suman millones y millones. Millones. Para cada uno de estos sitios de expendios, hay un indicador. Un llamado. Un anuncio: Ven y compra. La resistencia es débil. Apenas existe. Siempre habrá quien se adelante a una cefalea, o a un insomnio, y compre el remedio antes que la enfermedad. Es imposible resistirse.Es una bella selva el centro.Pegatinas, pequeños anuncios. De medianos tamaños, otros más grandes, algunos gigantescos, ubicados convenientemente en esquinas y zonas estratégicas, que cubren fachadas enteras de edificios donde aparecen esas modelos semidesnudas anunciando perfumes, desodorantes, lencerías, vestidos, algunas de las cuales con mal disimuladas expresiones de vampiras tragahombres, y otras, con expresiones que lindan lo angelical con lo pornográfico (pudiera sospecharse por ello un crecimiento en la cifra de violadores). Algunas de las modelos aparecen perniabiertas, con bombachas transparentes que insinúan, pero nada dejan ver, aunque los machos al pasar creamos que sí, llevándonos la ilusión de haberles “visto eso”, y haberlas “poseído” con un orgasmo mental tan fugaz que su duración alcanza tan sólo los segundos de tránsito ante el anuncio. Hay dos o tres iglesias, frente a las cuales, cuando pasan, hombres y mujeres se persignan. En la entrada de una de ellas, desde los remotos tiempos de su construcción, hay una mujer sentada, cuyo rostro es inmutable. Piel oscura, renegrida de sol y frío. Piel de otros tiempos. Parece de piedra. Una escultura al estilo de Guayasamín. Siempre está ahí. Siempre ha estado ahí. Es muy probable que en el momento en que se puso el último ladrillo que dio por concluida la construcción del templo, en ese instante esa mujer plantó su presencia para que la iglesia tuviera su ornamento de pobreza, algo muy vinculado a la cristiandad, marketing del catolicismo. Su figura se ha vuelto imprescindible, tal como sucede en casi todas las iglesias de los pueblos y ciudades de Latinoamérica. Eso contribuye a que los más pudientes, lo mismo al entrar al templo como al salir, tengan la oportunidad de limpiar sus almas dejando caer una limosna en la mano oscura, siempre dispuesta a recibirla. Una especie de alcancía del dolor. El centro cubre varias manzanas. Irradia concéntricas ondas mercantiles hacia todas direcciones. Hay un kiosco de periódicos, donde proliferan las revistas a través de las cuales la televisión extiende sus tentáculos de ilusión. ¿Dónde está en fin, el ombligo de la ciudad? Puede ser el trasero deformado por el lente gran angular de esa vedette sensual, que desde un afiche en venta el Che mira con furia y desde otro afiche, en venta también, Cristo observa con piadosa curiosidad.