domingo, 25 de enero de 2009

Un retrato de Nicolás Guillén

Por Tomás Barceló Cuesta
En su autobiografía Confieso que he vivido, al tomar venganza roñosa contra ciertos escritores e intelectuales cubanos, Pablo Neruda escribe: “Guillén el bueno, el español”. De esa manera sutil y elegante, hacía mención a Jorge Guillén, el gran poeta de Valladolid e ignoraba, o pretendía ignorar, al tiempo que lo descalificaba, al no menos grande poeta cubano de Camagüey, Nicolás Guillén. Cuentan que en cierta ocasión, alguien se acercó al poeta de Sóngoro Cosongo y le preguntó si había leído el libro de Neruda. Nicolás Guillén contestó con irónica sonrisa y paródica frase: “Ah, sí, leí Confieso que he bebido”. Con tan fina estocada le devolvía el golpe al poeta chileno y, sin decirlo directamente, lo tildaba de borracho trasnochado.
Retraté a Guillén varias veces. Conversé con él solamente dos. La primera ocasión sucedió en el pequeño aeropuerto de Camagüey. Estaba con un compañero del periódico esperando el avión que nos devolvería a La Habana. Nos enteramos de su presencia en el salón VIP. Decidimos entrevistarlo. Bastó que mostrásemos nuestros carnés de periodistas para que Consuelo, una diligente muchacha que trabajaba en relaciones públicas, nos condujera hasta el poeta.
Al trasponer la puerta del salón, lo descubrimos solo, mirando ensimismado a través de los cristales la pista reverberante de los aviones. Temimos interrumpirlo en su contemplación. Porque se supone que los poetas, navegando o volando siempre, nunca están donde unos los ve o descubre, ni miran lo que se cree que están mirando, sino que andan por otros mundos y regiones. Suelen ver pájaros donde hay aviones, aviones donde hay pájaros, mares en las llanuras, llanuras en los mares, una nube en un barco, un barco en una nube navegando por los cielos. Sino, no fueran poetas. Al girar la cabeza con movimiento lento de hipopótamo, se percató de nuestra presencia. Hizo un gesto casi imperceptible con la mano, como si apartara algún pensamiento, o verso fugaz, que en esos momentos le rondaba su nevada cabeza.
Nos sentamos a su lado y comenzamos la conversación. Me sorprendió su voz grave, con resonancias de contrabajo. Pocos minutos después entró una empleada cargando una bandeja con fiambres y vasos llenos de buena cerveza cubana que depositó sobre una mesita cercana. Presuroso, Guillén extendió su regordeta mano hacia la bandeja, y con ávida precisión agarró lascas de jamón y queso, las enrolló con maestría de comelón y con rápido movimiento se las llevó a la boca –esa inmensa boca suya de tragón-, para engullirlas en un santiamén. Repitió la operación tres o cuatro veces más. Hizo desaparecer después, casi de un solo buche, un vaso de cerveza en su profunda garganta de bebedor.
Le pedí que me permitiera hacerle algunas fotos. Salimos al exterior. Dimos algunas vueltas cerca por allí. Se paraba y yo lo retrataba. Solía detener sus saltones ojos en el lente de la cámara con total indiferencia y mansedumbre. Le hice posar junto al busto de Ignacio Agramonte, el héroe independentista camagüeyano, ubicado en la entrada del aeropuerto. Después de hacerle algunas fotos, me confesó que no le gustaba la escultura. “Es algo horrible”, me dijo. Le pregunté por qué. “No se parece en nada al Mayor. Pero creo que tampoco podría responderle con exactitud su pregunta, jovencito, será acaso porque no me gustan las estatuas”.
Pasamos de nuevo al salón. “No hablemos más de mí”, me dijo, hablemos de ese artefacto que tiene en sus manos con el que lleva torturándome más de media hora”. Nos sentamos de nuevo y yo pasé a explicarle los mecanismos de la cámara fotográfica. “Estos numeritos que ve aquí, Guillén, sirven para regular la entrada de la luz a la película, estos otros también”. Me interrumpió. “La luz es inatrapable, joven, con un poco de buena suerte sólo apresamos su huella”.
Años más tarde, caminando una tarde por El Vedado, lo encontré por las inmediaciones de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, de la que fue su presidente hasta su muerte. Parado en la acera, miraba con el mismo ensimismamiento hacia las alturas. Me detuve. Lo observé por unos segundos sin que se diera cuenta. Después me acerqué a él. Lo saludé. Me miró y al instante me di cuenta de que no se acordaba de mí. Pero me respondió el saludo con cortesía. Acto seguido, apuntando hacia el cielo me dijo: “Mire hacia arriba, dígame que ve”. Alcé mi vista hacia el punto que me señalaba. Una nube, con bordes dorados por la luz crepuscular, colgaba estática en el cielo. “Veo un barco”, le dije. “¿Seguro que ve un barco?” “Sí, Guillén, es un barco lo que veo”. “Gracias a dios”, contestó él, “pensé por un momento que estaba equivocado”.
Me dio la espalda. Al alejarse con paso cansino, grabó en mi mente la última imagen que conservo de él: un pequeño paquidermo de melena blanca, vistiendo una blanca guayabera.
Enero -2008

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