(Zoom 2)
Por Tomás Barceló Cuesta
Foto del autor titulada Irreverencia (ganadora del primer premio en la Bienal Internacional del Humor de San Antonio de Los Baños, Cuba).
Anda por ahí una perra en celo. El fuerte olor que despide su vagina y todas sus hormonas, se expande en un radio de acción que la nariz humana no percibe, pero que el olfato canino –uno de los más finos de todos los seres que pueblan la tierra-, es capaz de sentir desde la lejanía. Acuden algunos perros. La cortejan. Hay ejemplares de todos los tamaños. Son callejeros, sin dueños, libres. Compiten entre ellos para ver cuál es el que puede enganchar a la coqueta. Casualmente en esos momentos pasa por ahí un niño de unos diez años. Sostiene una cadena en cuyo extremo hay un perro de mediano tamaño. Es uno de esos perros sin raza definida. Un mestizo, tal como lo define la veterinaria. Limpio. Bien cuidadito. De un tirón se desprende de su dueño. Llega corriendo hasta la perra, logra burlar a los otros y, después de dos o tres intentos, la penetra. Suerte, le tocó. Los otros canes se alejan frustrados. Perro y perra gozan durante un tiempito. Dos o tres minutos tal vez. El niño los observa perplejo, sin saber a ciencia cierta qué sucede. La parejita termina. Quedan trabados, cada uno mirando en direcciones opuestas. Es algo normal cuando los perros terminan de coger. Se conoce la razón: el pito del animal se hincha hasta el punto de no poderlo sacar por lo estrecho que resulta el orificio de la perra, pero pasado un tiempo, una vez terminado el goteo eyaculador del animal, el pito se deshincha y logran destrabarse. Es algo específico de la sexualidad de los perros. Después cada cual toma por su rumbo. Pero el niño no lo sabe. El niño cree que algo terrible está sucediéndole a su mascota.
Ocurrió hace unos meses atrás, en la hora de la siesta, en la ciudad de Córdoba, en Argentina, justo en la esquina de la calle Colón y Esperanto. Descubrí al niño llorando a moco tendido mientras alguna gente pasaba por allí indiferente. Le pregunté. Me señaló a los animales. Me dijo que no sabía qué hacer, ni lo que iba a decir en su casa. Lo castigarían, me dijo. Lo peor de todo era que no podía llevarse a su perro de allí porque estaba trabado con esa perra. ¿Por qué estaban trabados, qué estaba sucediendo? No entendía. Era algo muy raro, algo que no había visto antes. ¿Se morirán, señor?, me preguntó lastimosamente.
Me tomé unos minutos para intentar explicarle. Quería calmarlo. Pero él parecía no escucharme. Insistí. Traté de hacerle entender que lo que habían acabado de hacer los perros, era el amor. ¿El amor? Bueno: lo que solemos llamar “hacer el amor”. Eso no se lo dije. No entré en esos detalles conceptuales en donde el acto de coger, en su sentido más puro, puede tener algunas ligeras diferencias con “hacer el amor”. Sólo quería hacerle saber que lo que hicieron la perra y el perro solemos hacerlo todos. Algo normal. Pero, por la expresión de su rostro, me di cuenta de que estaba metiéndome en un terreno movedizo. Lo entreví en su mirada. Finalmente le dije resuelto: Tu perro tiene un pito como lo tienes tú. Se lo metió en la vagina a la perra porque ambos lo deseaban. Dentro de un rato podrás llevártelo a la casa sin problemas. Diles a tus padres que te expliquen. Cuando seas más grande y te toque tu turno, entenderás.
Y me fui de allí sin sentimiento de culpa alguno. A fin de cuentas, no soy responsable de que en más del 90% de los hogares argentinos, los padres no hablen lisa y llanamente sobre sexo con sus hijos. Y muchos menos de que en las escuelas no se implemente debidamente la educación sexual. De lo contrario, un niño no tendría que sufrir cuando su perro goza.
Por Tomás Barceló Cuesta
Foto del autor titulada Irreverencia (ganadora del primer premio en la Bienal Internacional del Humor de San Antonio de Los Baños, Cuba).
Anda por ahí una perra en celo. El fuerte olor que despide su vagina y todas sus hormonas, se expande en un radio de acción que la nariz humana no percibe, pero que el olfato canino –uno de los más finos de todos los seres que pueblan la tierra-, es capaz de sentir desde la lejanía. Acuden algunos perros. La cortejan. Hay ejemplares de todos los tamaños. Son callejeros, sin dueños, libres. Compiten entre ellos para ver cuál es el que puede enganchar a la coqueta. Casualmente en esos momentos pasa por ahí un niño de unos diez años. Sostiene una cadena en cuyo extremo hay un perro de mediano tamaño. Es uno de esos perros sin raza definida. Un mestizo, tal como lo define la veterinaria. Limpio. Bien cuidadito. De un tirón se desprende de su dueño. Llega corriendo hasta la perra, logra burlar a los otros y, después de dos o tres intentos, la penetra. Suerte, le tocó. Los otros canes se alejan frustrados. Perro y perra gozan durante un tiempito. Dos o tres minutos tal vez. El niño los observa perplejo, sin saber a ciencia cierta qué sucede. La parejita termina. Quedan trabados, cada uno mirando en direcciones opuestas. Es algo normal cuando los perros terminan de coger. Se conoce la razón: el pito del animal se hincha hasta el punto de no poderlo sacar por lo estrecho que resulta el orificio de la perra, pero pasado un tiempo, una vez terminado el goteo eyaculador del animal, el pito se deshincha y logran destrabarse. Es algo específico de la sexualidad de los perros. Después cada cual toma por su rumbo. Pero el niño no lo sabe. El niño cree que algo terrible está sucediéndole a su mascota.
Ocurrió hace unos meses atrás, en la hora de la siesta, en la ciudad de Córdoba, en Argentina, justo en la esquina de la calle Colón y Esperanto. Descubrí al niño llorando a moco tendido mientras alguna gente pasaba por allí indiferente. Le pregunté. Me señaló a los animales. Me dijo que no sabía qué hacer, ni lo que iba a decir en su casa. Lo castigarían, me dijo. Lo peor de todo era que no podía llevarse a su perro de allí porque estaba trabado con esa perra. ¿Por qué estaban trabados, qué estaba sucediendo? No entendía. Era algo muy raro, algo que no había visto antes. ¿Se morirán, señor?, me preguntó lastimosamente.
Me tomé unos minutos para intentar explicarle. Quería calmarlo. Pero él parecía no escucharme. Insistí. Traté de hacerle entender que lo que habían acabado de hacer los perros, era el amor. ¿El amor? Bueno: lo que solemos llamar “hacer el amor”. Eso no se lo dije. No entré en esos detalles conceptuales en donde el acto de coger, en su sentido más puro, puede tener algunas ligeras diferencias con “hacer el amor”. Sólo quería hacerle saber que lo que hicieron la perra y el perro solemos hacerlo todos. Algo normal. Pero, por la expresión de su rostro, me di cuenta de que estaba metiéndome en un terreno movedizo. Lo entreví en su mirada. Finalmente le dije resuelto: Tu perro tiene un pito como lo tienes tú. Se lo metió en la vagina a la perra porque ambos lo deseaban. Dentro de un rato podrás llevártelo a la casa sin problemas. Diles a tus padres que te expliquen. Cuando seas más grande y te toque tu turno, entenderás.
Y me fui de allí sin sentimiento de culpa alguno. A fin de cuentas, no soy responsable de que en más del 90% de los hogares argentinos, los padres no hablen lisa y llanamente sobre sexo con sus hijos. Y muchos menos de que en las escuelas no se implemente debidamente la educación sexual. De lo contrario, un niño no tendría que sufrir cuando su perro goza.
5 comentarios:
Un texto de pragmatismo pedagógico muy bueno.
Excelente.
Saludos
Gracias, Milagro, por tu comentario.
Un abrazo sincero
Tomás.
Muy bonito el relato.
Te mando un abrazo desde San Luis.
Rodrigo
Conmovedor el relato. Te felicito. Haciendo un salto en el tiempo y estilo me recuerda el cuento Taita diga ustede como, de Onelio Jorge Cardoso. Acá os envio esta dècima mía, pues a todos los que hemos sido niños se nos safó el perro alguna vez.
El perro
Ladra a los sombras el perro,
enseña colmillos blancos
erguido en sus cuatro flancos
oteando el aire del Cerro.
Desde el patio de su encierro,
gruñe su rabia canina
y en monótona rutina
se acuesta luego a dormir
porque no puede decir
que hay olor a perra ruina.
Agustín Dimas López Guevara
Me gustan los poemas, yo también escribo y sobre todo me inspiro si estoy en algún hotel con spa en Buenos Aires.
Saludos
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