Es un placer profundo orinar en la tierra. Dejar caer el chorro y observar cómo, además del ruidito que hace, se forma la espuma y se mezcla con el polvo para, acto seguido, ver aparecer el pequeño círculo de humedad, como un aporte de nuestros riñones a la irrigación del suelo. Es una auténtica manera de sentir que uno sigue perteneciendo al mundo animal. Que uno es, a fin de cuentas, un animal. Es otra cosa: una pequeña licencia que nos permitimos de integración con la naturaleza, contrario a tener que orinar en el inodoro y después halar la cadena. Ocultos tras las opresivas paredes del baño. Orinar a cielo abierto es un pequeño acto de libertad.
Azarías, el personaje central de Los santos inocentes, novela del español Miguel Delibes que Mario Camus llevó al cine, realizando una obra de arte de algo que ya lo era en términos literarios, orinaba a campo descubierto. Campesino al fin. Y solía, con frecuencia, orinarse las manos para calentarlas un poco ante la humedad y el frío circundantes. Era un retrasado mental, que cuidaba de una milana como si se tratara de una hija. El único afecto que tenía en el mundo. Su función, por la que no cobraba ni un céntimo, consistía en azorar a las perdices para que el amo del cortijo (los sucesos transcurren en Extremadura) pudiera dispararles mientras alzaban el vuelo. Un día el amo, ante la ausencia de perdices, y no teniendo a qué dispararle, le disparó a la milana de Azarías, y la mató. El retrasado mental termina vengándose. Ante la primera oportunidad, lanza desde la altura de un árbol una cuerda que rodea el cuello del señor. Haló hacía arriba con sus fuertes manos curtidas de orines. Haló duro. Con fuerza. Quienes no han leído el libro, o visto la película, podrán imaginar el final.
Recuerdo ahora Los santos inocentes porque hace apenas un rato oriné en plena vía pública. Específicamente, en la Plaza Jerónimo del Barco. Recién salía de una consulta odontológica. Sentí de prontos deseos de orinar. Atravesaba deprisa la plaza cuando descubro un niño, de unos ochos años, arrimado al tronco de un árbol mientras descargaba su vejiga con la mayor tranquilidad del mundo. Me acerqué. El niño me miró sin inmutarse. Me arrimé y ahí mismo hice lo que él hacía: orinar. Sencillamente eso. Regar el árbol con mis orines. El niño sonrió con cierta complicidad. Se fue. Unos segundos después lo hice yo. Desde un extremo de la plaza vi la figura de un policía avanzar hacia mí. Apresuré el paso. Terminé fugándome, sin mucha prisa, por una de las calles colindantes. Y pensé en esas pequeñas libertades que vamos perdiendo, tal como Azaríaz perdió su milana por el disparo criminal del señor del cortijo. Y, para siempre, la posibilidad de seguir meando sobre la tierra.
Azarías, el personaje central de Los santos inocentes, novela del español Miguel Delibes que Mario Camus llevó al cine, realizando una obra de arte de algo que ya lo era en términos literarios, orinaba a campo descubierto. Campesino al fin. Y solía, con frecuencia, orinarse las manos para calentarlas un poco ante la humedad y el frío circundantes. Era un retrasado mental, que cuidaba de una milana como si se tratara de una hija. El único afecto que tenía en el mundo. Su función, por la que no cobraba ni un céntimo, consistía en azorar a las perdices para que el amo del cortijo (los sucesos transcurren en Extremadura) pudiera dispararles mientras alzaban el vuelo. Un día el amo, ante la ausencia de perdices, y no teniendo a qué dispararle, le disparó a la milana de Azarías, y la mató. El retrasado mental termina vengándose. Ante la primera oportunidad, lanza desde la altura de un árbol una cuerda que rodea el cuello del señor. Haló hacía arriba con sus fuertes manos curtidas de orines. Haló duro. Con fuerza. Quienes no han leído el libro, o visto la película, podrán imaginar el final.
Recuerdo ahora Los santos inocentes porque hace apenas un rato oriné en plena vía pública. Específicamente, en la Plaza Jerónimo del Barco. Recién salía de una consulta odontológica. Sentí de prontos deseos de orinar. Atravesaba deprisa la plaza cuando descubro un niño, de unos ochos años, arrimado al tronco de un árbol mientras descargaba su vejiga con la mayor tranquilidad del mundo. Me acerqué. El niño me miró sin inmutarse. Me arrimé y ahí mismo hice lo que él hacía: orinar. Sencillamente eso. Regar el árbol con mis orines. El niño sonrió con cierta complicidad. Se fue. Unos segundos después lo hice yo. Desde un extremo de la plaza vi la figura de un policía avanzar hacia mí. Apresuré el paso. Terminé fugándome, sin mucha prisa, por una de las calles colindantes. Y pensé en esas pequeñas libertades que vamos perdiendo, tal como Azaríaz perdió su milana por el disparo criminal del señor del cortijo. Y, para siempre, la posibilidad de seguir meando sobre la tierra.
Tomás Barceló Cuesta
10-06-2009