lunes, 30 de noviembre de 2009

Devuélvanme a Nicole Kidman



Por Tomás Barceló Cuesta
Anoche vi la película Australia. Pero las pocas líneas de las que dispongo no las malgastaré en el análisis del film. Si lo traigo a colación es para que juntos nos detengamos, amigos virtuales, en el “nuevo rostro” de Nicole Kidman. No es Nicole Kidman, no es la versátil protagonista de filmes tan disímiles como Moulin Rouge, Los otros, Calma total, Reencarnación, Las mujeres perfectas…; o sí lo es, pero con otra cara, algo que en alguien como yo, a quien los años no terminan de domesticar su propensión al asombro, termina llenándolo de confusión. Supongo que Nicole Kidman seguirá teniendo los mismos mohines, sonriendo como siempre lo ha hecho y llorando y temblando cada vez que determinada escena lo requiera. Es decir, seguirá siendo la misma actriz, asumiendo el mismo rigor y profesionalismo que la caracterizan, pero lo que finalmente uno termina viendo es otra cosa. Como si los cambios operados en su rostro por el botox y los colágenos que redondearon sus ojos y ensancharon sus labios, terminaron privándola de eso que, se me antojaría llamar, el espíritu Nicole Kidman. O su formidable histrionismo que al ponerlo en función de aquellos papeles que interpretó, situaba a sus personajes en el borde de un abismo, asolados por las llamas internas de sus pasiones. De alguna manera u otra, todos esos personajes tuvieron algo en común: Atormentados, perdidos en mundos paralelos, fantasmales, siempre a punto de quebrarse pero sin embargo sostenidos por una fuerza de hierro que la actriz, con tan sólo fruncir su bello entrecejo, solía acuñar de manera irrefutable.
El cutis de Nicole Kidman posee una especie de blancura floral, una piel que uno imagina debieron tener aquellas cenicientas y blancanieves de los hermanos Grimm. Lo que contrasta con su cuerpo delgado y fibroso, como de caña brava imbatible. Una extraña sensualidad, una mujer sin dudas apetecible.
Todas esas “virtudes” debieron tenerlas en cuenta los directores de cine que la contrataron para que bajo su piel, y con sus ojos sutilmente oblicuos y a la vez tan azules, los pendulares personajes concebidos por ellos se sintieran cómodos en sus prestadas vidas. Los buenos directores de cine, a fuerza de ese ejercicio continuado en la concepción de personajes de ficción, saben buscar y encontrar al actor o a la actriz ideal que los encarne. La industria Hollywood, fábrica de exquisitas y divertidades falsedades, produce personajes para actores y categoriza actores para personajes. El cine es, además, el arte de las mezclas. Arte de la visualidad, logra que los personajes terminen siendo los actores y estos a su vez aquellos. Es también, pues, un arte de confusiones.
Con Nicole Kidman el hallazgo pareció ser siempre cuasi perfecto ¿no? Y uno de aquellos personajes necesitados de ella para cobrar vida en el cuerpo y rostro de la actriz, es Sarah Ashley, la señora jefe del film Australia: tan frágil en su primera apariencia y tan fuerte en su revelación, tierna y sensual, y a la vez decidida y voluntariosa. Ideal para que fuera interpretada por aquella Nicole Kidman que quedó perdida en quién sabe cuántos salones de cirugía estética para dar paso a esta otra de boquita pulposa, más cercana a la envidiosa hermanastra de Cenicienta, o a alguna fregona posmoderna de regular belleza, carente de esa fuerza pasional que el implacable botox borró para siempre.
Qué decepción.

martes, 10 de noviembre de 2009

Los jodidos

Por Tomás Barceló
En un barrio periférico en plena formación de Córdoba, la aldea –ya tiene nombre: Nueva Urca se llama-, regias casas en construcción, separadas unas de otras con esa distancia que exigen quienes serán sus adinerados dueños (amplios espacios para las infaltables piletas, los quinchos, el verde pastito, el asador), en una maniobra imprudente terminé estrellando el auto contra un poste. No es nada extraño. Soy un aprendiz de chofer. No frené cuando debí hacerlo, en cambio pisé el acelerador hasta el fondo. Mi mujer gritó. Terminó reventando el parabrisas con la cabeza. Salimos inmediatamente del auto. Ella lloraba. Su celular apenas tenía carga. En algún momento logró comunicarse con la grúa del seguro. Teníamos dos o tres horas de espera por delante. Un lugar apartado. Ahí, ante nuestros ojos, nuestro autito parecía una garrapata blanca aplastada contra el poste. Definitivamente apagada, muerta. Debajo de sus ruedas delanteras, una de ellas convertida en una enorme galleta deformada, crecía la mancha aceitosa de su sangre que brotaba de su vientre.
Mi mujer lloraba. En algún momento dejó de hacerlo y se sentó contrita en la tierra, con el rostro entre las manos. En ocasiones iba hasta ella, la abrazaba, la apretaba contra mi pecho. Después caminaba de un lado a otro, me alejaba unos metros de allí, mirando siempre hacia la lejanía mientras intentaba refugiarme en el verde de los árboles distantes.
Pasaban autos frente a nosotros, obligados a hacer un pequeño desvío porque nuestra pequeña garrapata herida había quedado cruzada en medio de la calle. En su mayoría eran autos muy lujosos. Una señora septuagenaria, teñida de rubio, rostro huesudo, fumaba un cigarrillo con el brazo apoyado en la ventanilla mientras dirigía la mirada altanera hacia delante. Durante nuestro tiempo de espera pasaron diez o doce autos más. Uno de ellos llevaba un falderillo, un poodle negro que era todo un encanto. Tenía medio cuerpo fuera del auto. El perrito nos miró y tuve la sensación, por demás loca, de que el animalejo tenía conciencia de nuestra pequeña desgracia. Pero fiel a su clase, desvió la vista. Y se perdió en la esquina con sus dueños y su auto de vidrios oscuros. Algunos al pasar miraban, después seguían indiferentes. Otros avanzaban sin siquiera mirar. Un sábado al mediodía, con un cielo tan limpio, no es para estar jodiéndose la vida con la desgracia del otro. Pero, oh milagro, en algún momento se detuvo una camioneta. Su conductor era un hombre de unos cincuenta años. Lo acompañaba un joven. Debía ser su hijo. El hombre nos preguntó qué nos sucedía. ¿Se encuentra bien? Intenté explicarle. Nos brindó ayuda. Preguntó qué podía hacer por nosotros. Le di las gracias. Ya vendrá la grúa, le respondí. Eran bolivianos. El hombre insistió. No, gracias, les dije, muchas gracias, amigo, se lo agradezco. ¿Seguro están bien? Si, no se hagan problema. Al rato otro auto. Iba repleto. Una familia argentina. El padre al volante, la mujer al lado. Unos chicos en el asiento trasero. Desde la distancia en que me encontraba, vi que le hablaban a mi mujer. Después siguieron su camino. Al pasar frente a mí el hombre me dedicó una sonrisa pequeña, que yo interpreté algo así como que no me preocupara, que todo estaría bien.
Después mi pecho se distendió. Vi la pequeña figura de mi mujer levantarse con energía del suelo. No todo estaba tan jodido en el mundo.
Domingo 8 de noviembre de 2009

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Susanita conquistó la televisión


Por Tomás Barceló Cuesta
Si Quino no hubiese existido y yo tuviera que inventar Mafalda, con todos sus personajes incluidos, Susanita se llamaría Fabiana. Tan sólo por la reacción que con frecuencia me producen los comentarios de la señora que cada mañana comparte junto a J. Cuadrado y Federico T., la conducción del matutino televisivo Arriba Córdoba.
Tan correcta, tan guardiana “del buen gusto y del orden burgués”, suele hablarle a las cámaras convencida de que los que están del otro lado aplauden sus desaguisados. En la aldea cordobesa deben sobrar quienes se lo agradezcan. Otros, en cambio, lanzarán palabrotas. Entre estos últimos me encuentro yo, virtuales lectores.
Fabiana Dal Pra mira hacia la cámara que la enfoca, y comenta algo tan oportuno -pero sobre todo frontal y sincero en correspondencia con su mentalidad clase media alta, adecentada chica de Barrio Urca-, como que la nueva ley del gobierno nacional dirigida a otorgarle 180 pesos por hijo a toda madre que esté desocupada, pudiera llevar a las mujeres a dedicarse a parir y no a buscar trabajo, como debiera ser.
Yo haría lo mismo (no hacer semejante comentario, aclaro, sino parir), pero teniendo en cuenta otras variantes.
Primero: si fuera mujer, fértil, y además joven.
Segundo: si en vez de 180 el Estado me otorgara por hijo 800 pesos, cifra más o menos cercana a lo que pudiera costar su alimentación, cobija y educación dignas.
O tercero, algo menos probable: si fuera la mujer de un rico. O una de esas botineras que se engrampan con afamados deportistas gracias a sus formidables cuerpos y a esa expresión tan sobreactuada en sus bellos rostros, de ingenuas y angelicales putas celestiales. El fútbol es un excelente coto de caza para ellas.
Hay dos extremos que corren paralelos en nuestra gran aldea: en uno de ellos, unos pocos tienen lo que les corresponde, más esa misma cantidad multiplicada n veces y que viene a ser lo que les toca a aquellos que, viviendo en el otro extremo, no lo tienen. A más pobres, alguien ha de ser más rico. ¿O estoy equivocado? Es una elemental ecuación sobre la cual descansa el sistema capitalista mundial de todos los tiempos. Sólo que en pequeñas aldeas como Córdoba, abundantes por acá abajo en la rabadilla del mundo, la ecuación se torna más siniestra.
El extremo donde habitan los millonarios -en cuyos bordes, con aires de expansión y crecimiento florece la clase media alta-, contiene cierta cantidad de mujeres dedicadas a parir y a criar felizmente a sus hijos. Cuentan para ello con mucamas que les limpian las casas, pulen los pisos, lavan la ropa, friegan los platos, eliminan las telarañas, tienden sus camas, les cocinan y, la mayoría de las veces, cuidan de los niños mientras ellas, nobles madrazas, se dedican a otra cosa. Más de una se graduó en alguna universidad pública o privada, pero no trabaja. ¿Para qué? ¿Qué necesidad hay de hacerlo? El trabajo lo hizo Dios como castigo…reza un antiguo bolero cubano. Además, se está tan bien así. Sin hacer nada, viendo como crecen los pichones.
Por acá, más cercanas, están las mujeres pobres. Las mujeres de los pobres. Vienen de generaciones frustradas, piezas frágiles en la sólida estructura de la pobreza argentina. La mayoría apenas terminó la primaria. Suman Miles. Material humano devaluado en el mercado del trabajo. En la mejor de las suertes, se unen a un hombre tan pobre como ellas. Y a parir. O -previa recomendación, no vaya a ser que…-, serán mucamas de aquellas susanitas argentinas, con salarios en negro o mal remunerados, más el valor agregado de un tratamiento indigno. Cualquier otra cosa pudiera ser el infierno. El infierno es inmenso, como pequeño el paraíso. O viceversa. Depende de dónde se esté parado. O cómo se viva.
Tomando algo prestado del Dante Alighieri, ya que hablamos de infiernos, en uno de los círculos más profundos del infierno que nos toca acá en la tierra, están los prostíbulos clandestinos esperando la última remesa de chicas pobres (algunas de ellas con sus fotos exhibidas en las terminales anunciándolas como desaparecidas) para que en sus cuerpos se sacien camioneros al paso, policías corruptos, algún tímido joven se inicie en el sexo, o se caiga por allí algún platudo para desflorar a alguna chica virgen reservada exclusivamente para usted, Don.
¿Serán esos los trabajos a los que se refiere la conductora de nuestra televisión aldeana?
Si los que siempre leímos Mafalda pensamos alguna vez que Susanita tan sólo se dedicaría a criar hijos, mantenida por un marido rico, nos equivocamos: en nuestra gran aldea argentina algunas de ellas están hoy ante las cámaras de televisión desgranando su sabiduría de amas de casa (algún día tendrán su Santa Mirta para adorar), su bla bla de vecindario, su ideología del buen hogar (donde todo hay y sobra de todo) dentro del cual el mundo es ideal, mientras piensan –o comentan con altanero desdén y total impunidad- que fuera de sus paredes lo que impera es el caos. Hay que terminar admitiéndolo: Susanita conquistó la televisión.