domingo, 9 de agosto de 2009

Freud, yo, Eurípides, Platón, y la terapia virtual.








Por Tomás Barceló Cuesta.
Por alguna razón inexplicable –asuntos de Internet, por todo lo que entra en tu buzón sin pedirte permiso- recibo a la semana aproximadamente dos o tres correos de asociaciones psiquiátricas argentinas. Son invitaciones para asistir a tal o más cual seminario o taller. El último decía así: Alteridad: encontrando la filosofía en la clínica psicoanalítica. Sugiere leer alguna bibliografía –Platón, Eurípides-, y, muy importante, abonar ochenta pesos para tener derecho a asistir. Confieso que es demasiado para mí. Eso de la Alteridad y su relación con Platón y Eurípides, es como escalar una montaña como el Everest. Ah, y sin arneses y sogas de escalamientos y botas especiales, al mejor estilo de Tom Cruise en sus misiones imposibles. Juro que no puedo. Es sabio reconocer las limitaciones propias. Pero me gustaría asistir a uno de esos seminarios, sentarme y escuchar. Entenderé poco, lo sé. Es un lenguaje demasiado críptico. Pero siempre he tenido la voluntad de oponerle resistencia a mis limitaciones. De esa manera he logrado cosas como cocinar arroz con ajo, sazonar frijoles negros, freír huevos, reparar tomacorrientes rotos, cambiar una lámpara fundida, ponerles trampas a los ratones sin que mis dedos queden machacados, y leerme un par de veces el Ulises, de Joyce, en sesiones que me llevaron varios años de paciente lectura. Aprendí a acordonarme correctamente los zapatos a la edad de un año. No es poca cosa. De modo que si asisto a uno de esos seminarios de psicoanálisis algo, estoy seguro, aprenderé.
Recuerdo que una vez compré las obras completas de Sigmund Freud. No tenía intenciones de leerlas. Sólo quería tenerlas en mi biblioteca para darle cierto lustre. No a Freud, que para nada necesita de mí, sino a mi biblioteca. Algo que no haría con Pablo Coelho. Coelho es la peor imitación que se ha hecho de la popular Corín Tellado. Sólo que la imitación ha sido desde esa extraña mística tan de moda en estos tiempos, con profetas incluidos, que el escritor brasileño maneja tan bien desde una perspectiva comercial.
Pero pasado unos años, leí al vuelo algunos pasajes de Freud. Me interesaban sus claves para descifrar los sueños. Equivoqué la interpretación. Porque lo que ha sido para los psicoanalistas importantes puntos de partida para adentrarse en la psiquis de las personas, andar por allá dentro, encontrar el insconciente y de ahí extraer tanto material como sea posible para lograr sus salarios, para mí no ha sido más que una poética del sueño. Los poetas, por lo regular, son unos muertos de hambre. Nadie vive de la poesía. Escribir poesía es un lujo de iluminados por la dulce locura del destiempo. Algo así como beber el mejor güisqui escocés o fumar buenos puros cubanos.
Qué poéticamente, según yo –o la interpretación de mi yo- escribía Freud. Fue un insólito descubrimiento sospechar que mi madre pudo ser mi primera novia, una de mis hermanas la segunda, y alguna de mis primas la tercera. Aunque nunca se lo confesé a ninguna de ellas. No hubieran entendido. Me hubieran tildado de degenerado sexual. Pero me hubiera gustado haberle declarado mi amor a mi prima Celia: todavía conservo el recuerdo de su cabellera dorada y sus ojos azules, como pedacitos de cielo debajo de su despejada frente blanca. Y la picardía asomada a sus pupilas cuando me miraba. Mi hermana me besó furtivamente un par de veces. O yo la besé a ella. O ambos nos besamos. Fue apenas un roce de nuestros labios del que aún conservo, como una antigua huella de deseo prohibido, un eléctrico cosquilleo recorriéndome el cuerpo. Yo era un púber y ella una adolescente. Freud debió salvarme de la culpa del incesto.
Y también me enseñó a mirar mis sueños de frente. Mirarlos a la cara. Admito que algunos tienen un rostro muy feo. Facciones monstruosas. Pesadillas que me han acosado a lo largo de los años como perros fieros. Obcecadamente recurrentes. Finalmente he aprendido a vivir –o a compartir con ellas-, sin asustarme tanto, esos breves segundos que, según los especialistas, duran los sueños, pero que parecen durar la noche entera. Enumero algunos de los más sobresalientes:
1- La presencia de alguien que está ahí, rondándome. Es algo que siento sin ver, como unos ojos ocultos que me miran, una especie de peligro que me acosa. Pero nunca llego a saber del todo qué es, o quién es (ésta pesadilla debe ser por alguna pésima y prolongada influencia del peor cine norteamericano, que es casi lo mismo decir del peor cine).

2- Alguien me persigue y corro y corro pero sin lograr moverme del lugar, impedido de avanzar, como si mis pies estuvieran pegados al suelo.

3- En otra pesadilla, que vendría a ser continuación de la anterior, logro finalmente correr pero mi enemigo logra darme alcance. Me ataca. Mi vida corre peligro. Intento defenderme con una pistola que nunca logro disparar. Y las pocas veces que dispara, es un inofensivo chorrito de agua lo que sale por el cañón. Y lo peor del caso, mi enemigo se da cuenta.

4- Me veo caminando desnudo en la calle, en medio de la gente, medio avergonzado, pero no del todo. A fin de cuentas, no me desagradan los campos de nudismo.

5- Subo una escalera que nunca termina. O, en el mejor de los casos, las pocas veces que he llegado a su final, lo que me encuentro es la nada de un abismo. Trastabillo, me caigo. Estoy llegando al suelo.
Por suerte, en el peor momento, termino siempre despertándome. Creo que por eso todavía estoy vivo.
Si acudiera a algunos de esos seminarios sobre psicoanálisis, me gustaría contarles mis pesadillas. Tal vez encuentren buen material para debatir. Por el momento, con todo el derecho que me asiste, respondí el último correo que me envió la Asociación Psicoanalítica de Córdoba, lanzándoles un SOS.
Les escribí:
Estimados, hace 15 días que noche de por medio sueño lo mismo: un extraño bicho me come las tripas. Siento que mi hígado desaparece. Otro tanto el páncreas. Mi vesícula ya no existe. De seguir así, nada quedará dentro de mí.
Todavía no recibí respuestas. Quizás estén considerando el asunto, y me exijan una bonificación por Internet. De ser así, estaré jodido. Adiós terapia virtual.